La revolera
Por Paco MoraPor Paco Mora

Una tarde con duende

Paco Mora
miércoles 20 de agosto de 2014

Salvo algunos destellos de Morante y los intentos de Manzanares la tarde transcurría sin grandes emociones hasta el quinto toro de Núñez del Cuvillo…

Salvo algunos destellos de Morante y los intentos de Manzanares la tarde transcurría sin grandes emociones hasta el quinto toro de Núñez del Cuvillo, en el que en el tercio de quites el de La Puebla y el de la “terreta” se emplearon a fondo, con verónicas de alhelí uno y con chicuelinas de manos bajas, garbosas y elegantonas el otro, a las que retrucó Morante con otras chicuelinas sevillanísimas. Los duendes del toreo comenzaron a revolotear sobre la plaza de Vista Alegre. Y allí fue Troya. Porque José Antonio Morante, acicatado por un público enardecido por la ilusión de ver al sevillano en su mejor dimensión, diseñó una faena en la que los ángeles toreros parecían mover sus muñecas y dictar sus movimientos. Aquello adquirió tal altura artística que el propio torero, más que dueño de sí mismo parecía poseído por los duendes del toreo. Una oreja, después de una sola entrada a matar. ¡Pero qué más da! Lo importante eran las emociones que había sembrado tanta belleza. La vuelta al ruedo de Morante fue un plebiscito popular de entregada admiración. Y Morante sonreía, como sonrió toda la tarde desde que asomó a la puerta de cuadrillas. Era un hombre feliz disfrutando de la gloria del toreo.

Manzanares, que no había encontrado material adecuado para dejarse ver en toda su plenitud, hizo lo imposible en el último “cuvillo” para ofrecer, a un público al que ya había dejado su compañero de cartel en trance, lo mejor de su tauromaquia. Y burla burlando, y sin que el toro fuera el mejor de los colaboradores, hizo brillar ese elegante arte mediterráneo que le mantiene entre los mejores. Su empeño en matar recibiendo le hizo perder el trofeo, pero también salió de la plaza en triunfador. El público se marchaba lentamente, llevando todavía en la retina las imágenes de la evolución por el ruedo de dos artistas soberanos. Una tarde de las que justifican la calificación del toreo como un arte. Por la gracia de Dios.

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