Leer una noticia, por Carlos Ruiz Villasuso

Cambio de público

Carlos Ruiz Villasuso
sábado 30 de mayo de 2015

Cuando miles de abonados dejan la localidad que tantos años ocuparon y que, en muchos casos habían ocupado familiares con los que se habían “formado” en lo taurino, se crea un vacío por rellenar.

Nos hemos preocupado de la crisis en una sola dirección. En la reducción del mercado y su im­pac­to en las ganaderías y en los es­calafones. Menos festejos, menos demanda de toros, más toreros sin torear, temporadas de figuras a menos de la mitad de lo que nos acostumbraban. Pero la crisis ha tenido una sutileza de cambio que ha trastocado, y, a veces trastornado, la personalidad de plazas de toros. De importantes plazas de toros. Por ejemplo, la de Sevilla.

Cuando miles de abonados dejan la localidad que tantos años ocuparon y que, en muchos casos habían ocupado familiares con los que se habían “formado” en lo taurino, se crea un vacío por rellenar. Se elimina la necesidad de tener abono para ir a los toros y se camina hacia el público de mayor tránsito, que, poco a poco, ocupa el asiento ocupado quince, veinte años, por la misma persona. En el caso de la Maestranza, acudíamos a una plaza de personalidad medida, calibrada.

Durante la llamada preferia, había un público más local, más de la zona, muy metido en el toro, calibrador, menos entusiasta y más sabio, con la sensibilidad cabal, muy justo, paladeador de toro y toreros en sus extremos. Un público de igualdad de criterio en la plaza y en la inmediata en la post corrida de la Puerta del Príncipe, en donde se desgranaba a pie de urna lo que había sucedido minutos antes. No se despellejaba a nadie, sino que se matizaba el silencio con el que se había sentenciado adentro. Era, para mí, el mejor público y la mejor afición que yo haya conocido jamás.

Luego estaba el público de feria o farolillos, con miles de personas de fuera, pero muy partidario del “allí donde fueres haz lo que vieres” y, sobre todo, muy conducido por el abonado de preferia. Así era hasta el viernes y sábado, donde el tipo de cartel animaba a otros públicos y el de todos los días se animaba a no ir en muchos casos. El domingo, con la de Miura, solían volver y era el día de tradición, el día del guión sabido, el del toro sabido pero aceptado.

Ese público matizaba el toro. Un aficionado cerraba los ojos, pensaba en Sevilla y dibujaba mentalmente un toro sobre los 500 kilos, bajo de agujas, corto de manos, bien comido, de buenos perfiles, armónico, estrecho de sienes y enseñando las palas por delante. Un tipo sabido que hoy no se sabe pues da igual el toro de pitón recto que el abierto de cara que el alto. Se medía más al toro feo que al toro chico, con un criterio de buen gusto que ninguna otra plaza tenía.

Esta feria, a la que acudió más público, hubo gentes apegadas a los tópicos de “lo que es Sevilla” (que traducen en ir bien vestidos y en pareja), otras desconocedoras de casi todo, gentes muy nuevas a la espera de seguir las iniciativas de quienes primero se expresan, otras excesivamente nuevas para dar fuste o peso… y gente joven. Nueva en los toros por joven. Porque, no olvidemos, los públicos han de vivir en continuo relevo generacional. Todo ello ha resultado la voltereta de la personalidad de Sevilla. Puede que también de otras plazas.

Hay un público, nada despreciable, sólo describo, que no se esfuerza por saber sino por estar, que no se aplica a disfrutar sino a seguir, que cree que Sevilla es cuestión de irse a ver en lugar de ir a ver, sobre todo esto último. Y eso se ha notado en una feria en donde brindis que antes jamás se habría producido por decoro, se ovacionaron como esenciales o sentimentales, donde sólo había sensiblería. Esta es la palabra técnica: sensiblería.

Porque la sensibilidad es sentimiento mayor, que nace de saber, de la mente que está en contacto con el corazón. Un silencio de Sevilla antes era meditado, nada azaroso. Educado. Era el sustituto de una regañina o de un desencuentro o de incluso una censura. Hoy el silencio de Sevilla es un clon impostado que nace de esa leyenda por la cual, en esta plaza, hay que ir muy bien vestido y estar en silencio como dos claves para ser admitido. Y la ropa es una cuestión de buen gusto y el silencio suele ser para los corderos.

Lea AQUÍ el artículo completo en su Revista APLAUSOS Nº 1965

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