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No hay perdón

Carlos Ruiz Villasuso
viernes 29 de julio de 2016

Jamás creí que una sociedad pasara a ser suciedad. Somos la ideología perseguida de occidente, el sentimiento perseguido, la idea de vida perseguida, el arte acosado, el hombre linchado.

En algún lugar debe de haber ese vertedero, ese basural, en donde estén las explicaciones. A tanta mugre. A tanto odio. A tanta injusticia. Desde hace días ando detenido, como sentado en un banco, mirando a ver si coincide lo que veo pasar, con lo que siento del ser humano. Y ningún plano visual se superpone. La mamá con el niño y el helado pudiera ser un agresora que me llamara asesino y el portero de esa finca donde anida un gorrión pudiera tener dentro su aspecto de padre lento y cotidiano, un incendiario de lo que siento. Es una esquizofrenia defensiva. No me importa si lo estoy diciendo mal. Porque, pensando en que debe de existir ese basurero en donde se almacena tanta maldad, no atino a expresarme.

La historia, o mi escasa cultura, me explica que un hombre puede llegar a ser enemigo de un hombre, que un momento de un ser humano puede ser muralla para otro momento de otro ser humano, incluso puedo explicarme que un hombre me odie con sus razones o sin ellas. Pero jamás pensé un instante que un ser humano, un hombre, pudiera ser enemigo visceral de un amanecer, de una flor, de una lágrima, de las palabras, del viento, de la luna, de la pena, de la risa, de un abrazo, de un dolor, de una ausencia. Estamos jodidos, podridamente jodidos en este mundo que consentimos todos, que entre todos hemos amparado sin rebeldía. Yo pensaba que el derecho al acceso de todos a la cultura era el ejercicio más avanzado de nuestra identidad como seres humanos. Y me siento ahora en los tiempos de las cavernas, sin ley, sin protección, sin honor, sin nombre.

Todas las declaraciones de derechos sobre la libertad de expresión, nacidas tras decenas y hasta centenares de años de lucha, dejan claro el límite de la misma. Incluso la escrita en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Puedo comprender que las bestias humillen a un ser humano y a un colectivo como el de los partidarios de la Tauromaquia, no puedo comprender que haya muchos políticos que digan en las televisiones a la sociedad que no hay límite a lo que se expresa. Están reinventando un derecho universal y sus límites, anulando libertades a su criterio, gusto e interés. Una bajeza moral y política que destruye la convivencia de los derechos de los individuos. Están reformando derechos, morales, éticas y leyes como en los mejores tiempos del auge de los fascismos en Europa y me da miedo. No estamos ante un debate sobre toros, como quieren hacer ver, estamos ante un debate de libertades y derechos.

Puede que yo parezca haber nacido para no aceptar las cosas como me son dadas. Pero quién acepta ver escupir a una lágrima de sal. Y nada se parece tanto a la injusticia que la justicia tardía. No crea nadie que mi tormento, que lo es, nace del placer por el no o la contra. Ojalá. Eso me definiría como un estúpido entrenado. Puedo serlo, pero de forma natural. Me sale así. No sientan afrenta los amigos de corazón que tengo en la Fundación: eso de que la impunidad se ha terminado es solo la frase del principio de la injusticia, pues si hemos necesitado a un muerto para lograr denuncias que harían un estudiante de primero de derecho, es que hemos sido sumisos con nuestros ladrones, hemos abierto las puertas de nuestras casas para facilitar el robo de nuestra humanidad. Hemos construido los puentes por donde se saciaron de cruzar la frontera que protege el mínimo de nuestra dignidad todos los que han deseado convertirnos en la nada social. No sólo las gentes del toro, la sociedad entera, pues somos reflejo de lo que sucede en este país desde hace años.

A veces, en vez de quitarme la ropa por la noche, desearía quitarme el cuerpo y mañana ponerme uno nuevo que no huela a lo que huele la ignominia. Jamás creí que una sociedad pasara a ser suciedad, pero no en juego de palabras, sino de desafectos, de ira, de violencia, de delitos, de persecución. Somos la ideología perseguida de occidente, el sentimiento perseguido, la idea de vida perseguida, el arte acosado, el hombre linchado. Pero no creo en mi derrota. Cómo podría hacerlo. Ya sé lo que siento, al menos he decidido sentir por siempre esto: que lo que más asusta de un loco, es su razón. Que, sin la sensibilidad, la vida sólo sería un error que dura el tiempo que se vive. Que nos toca vivir ese tiempo extraño y ruin, obsceno y escaso de hombres, en donde los caníbales se están comiendo a los caníbales. Que todos y cada uno de los que por este medio escriben, leen, opinan, hablan, dicen, son mi gente, sea del lugar donde los parieran e incluso si piensan tan distinto de lo que yo sienta. Al fin y al cabo nos une una patria sin geografía, un país que no sale en ningún mapa, hablamos el idioma de los abrazos, abrazamos con el lenguaje de los seres humanos. Es confortable sentir así, que uno pertenece a ese lugar donde todos lloramos el mismo llanto. Y todos reímos la misma risa. No lo olvidemos. Somos el animal creativo, expresivo, vivo, culto. Para ser perfectos, sólo, al menos a mí, me queda la tarea de aprender a perdonar. Juro que sabía hacerlo. Creo que ahora no quiero hacerlo.

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