En este San Isidro, se está confirmando lo que casi dio al traste con la feria de Abril de Sevilla. Cuando se lidia una corrida dentro del peso adecuado a su morfología, puede resultar más o menos brava y encastada, y hasta más amarga que la tuera, pero al menos se mueve y los toreros pueden batallar con ella intentando poderle, que es al fin y a la postre la esencia del toreo. Y hasta es posible que no se corte una sola oreja, pero el público permanece atento a lo que ocurre en el ruedo durante toda la tarde. Y sale de la plaza pensando: “Yo no me pondría ahí abajo por todo el oro del mundo”. Que esa es la grandeza de los toreros, que son seres singulares y distintos porque se juegan su integridad física con lo que aparece por los chiqueros. Y ese respeto es lo que los convierte en ídolos del pueblo.
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