Dijo Victorino hijo un día hace poco más de diez años que su padre llevaba la ganadería en la cabeza. Estaba creado en la casa hacía tiempo el registro informático: el libro o los libros de la ganadería, la aritmética y la gramática de la bravura, el índice genealógico y sanitario, las notas de tentadero y de corridas, el día a día de la cabaña como si fuera un cuerpo armado, un ejército.
Una ganadería tan larga como la de Victorino, tan capaz de abrirse en nuevas vías como de dar los célebres pasos atrás propios de la casta genuina, tiene tanto de enciclopedia como de caja de sorpresas. Un toro no es una ciencia exacta. Las razones biológicas de la bravura, tampoco. Después de cuarenta años como ganadero de bravo, Victorino se atenía a las reglas de la memoria y de la intuición, que en su caso parecían contar tanto como las cifras del ordenador, y no siempre coincidir.
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