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Domingo

Carlos Ruiz Villasuso
domingo 18 de febrero de 2018

Domingo Hernández, de la nada prosaica Fuenlabrada, lugar alejado de la poesía, lugar de hierro, sería ese hombre hecho a sí mismo, con todos los honores de haberlo hecho. Ese hombre de Fuenlabrada le regresó a Salamanca un liderazgo humilde con una ganadería hecha a base de sentido común. Los gringos, que hablan un inglés mascando chicle, lograron casi todo lo bueno de los españoles. Más de la mitad del país de Trump y de Lincoln, tiene nombre español. La historia, silenciada a gusto del vencedor, ha tratado de ocultar que más de la mitad de las tierras que hoy son de EEUU, no hace más de un siglo eran tierras de México, de cultura hispana. Los gringos jamás hicieron prisioneros: nunca se mezclaron con el indio, lo mataron de pobreza y tristeza, se trajeron negros para el curro duro y expulsaron a los hispanos que les dio la gana. El muro de Trump debería situarse en Canadá. Pero, en este país de extrañas certezas y libertades, los gringos se perdieron la cultura del toro bravo al expulsar lo hispano.

Ellos tienen un término muy preciso y justo para describir a esos hombres y mujeres cuyo trabajo, constancia, fe y principios, les llevan a lo más alto. Hombres caídos en el mundo de pie, desnudos, con una mano delante y otra detrás, que lograron el éxito sin más vallasaje que su ideal. “A man of my on creation”. O, también, un “self made men”. Un tipo bragado y leal para con su coherencia. Domingo Hernández, de la nada prosaica Fuenlabrada, ciudad de cinturón de los currantes de Madrid, lugar alejado de la poesía, lugar de hierro, sería ese hombre hecho a sí mismo, con todos los honores de haberlo hecho.

Tenía ese hombre instalada la mirada en unos ojos que habían visto de todo, cansados de nada y testigos de tanta década. Un parpadeo paciente, una sonrisa casi triste que servía para restar importancia al hecho de haberse colocado como ganadero número uno de un país donde ser número uno de los ganaderos parece estar diseñado a otros apellidos que rememoren hierros de casta privilegiada. Cuando llegó a Salamanca, las tierras de los apellidos andaban en esa retirada helada, con las encinas medio dormidas soñando con el pasado ilustre de un campo que había cedido grandeza al empuje del toro de otras tierras.

Y ese hombre de Fuenlabrada le regresó a Salamanca un liderazgo humilde con una ganadería hecha a base de sentido común. Un habla de campo más sencilla que el propio campo, un lenguaje directo de embestidas por hacer. Un toro por hacer es un toro bravo. Un toro hecho es un toro manso. Lo mismo que un hombre por hacerse cada día, es bravo. Y lo mismo que un hombre que decide ya estar hecho y ser completo, entra, irremediablemente, en la querencia del manso. Nadie que muera hecho ha sido un hombre por derecho.

Como tantos aficionados del cinturón industrial de Madrid, la tendencia al toro de hierro, al toro de hacer torres y puentes, y carreteras, al toro indómito que se les asemeje, era natural. Pero Domingo supo ver que esos encestas ya no eran tan de hierro, que el acero era la base de las arquitecturas de la bravura actual y, sobre todo, apostó por hacerlo él mismo: de algo que parte de lo que tienen todos, sólo los grandes son capaces de llegar a crear lo mejor y lo que pocos tienen. Un toro cuyas hechuras no son las más ideales a la vista, posiblemente marcadas por la dureza de lo charro. Un toro de claves inmensas hasta su definición. Un toro de fondo. Un toro de raza y bravura muy del siglo XXI.

Un toro que se seleccionó lejos de los parámetros de mansedumbre/bravura originados hace más de ciento cincuenta años. Esa forma de ver al toro de hoy por partes de cada tercio sin ver al toro entero de todos los tercios. Ese ha sido el secreto, quizá muy en la alquimia de un tipo distinto y fiel a sus locuras, su hijo Justo Hernández. Junto a Justo, uno de esos locos casado con su propia lucidez loca, sobrevuela por ahí un tal Cuvillo, casi de la misma generación, de reata distinta, pero con una idea de mansedumbre/bravura muy adecuada a este siglo XXI. Cuando Juan Pedro Jr. pueda regresar a la misma idea que sabemos que tiene, el toro bravo habrá ganado futuro. Porque los toros son a semejanza de los hombres. Porque siento un afecto admirable por cada hombre que crea su propio toro.

Hernández. Justo. Domingo. Nombres de castellano viejo, de madrugadas de trabajo, de atardeceres a la hora de madrugada, de domingos con misa pero sin descanso. Ese hombre hecho a sí mismo que se fue sabiendo sólo él a quien habría de dar las gracias. Lo grande de los hombres grandes no es que se vayan sin deber nada a nadie. No es, tampoco, que se vayan habiendo dado las gracias cada día de su vida. Lo grande de Domingo Hernández es que, al irse, por mucho que busquemos entre sus deudas, entre sus déficits, una pequeña mancha, un descuido, una falla, jamás la encontraremos.

España fue un día un país de hombres y mujeres que siempre se detenían a enmendar el error, a desagraviar el agravio. El éxito era que cada paso hacia adelante lo daban con la libertad de los hombres de bien. Sin dejar una cicatriz ajena en el camino.

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