La Revolera

Experiencias al hilo del pitón

Paco Mora
sábado 18 de agosto de 2018

Domingo Ortega. Aquel “Ortega, principio y fin, el que llevaba los toros por donde no querían ir”, fue uno de los grandes maestros del que aprendieron muchos toreros incluso de los tenidos por artistas. Y es que “El paleto de Borox”, que para nada o muy poco tuvo en cuenta el empaque y la estilización de la figura ni ninguna otra clase de manierismo, puso mucha atención, desde que comenzó su aprendizaje por los campos toledanos, en que el toreo tenía su base fundamental en poder con los toros. Para “llevarlos por donde no querían ir”. Y sobre esa base, allá cada cual con su estética, facultades y maneras.

Me encontré un día en el puente aéreo de Madrid con Rafael de Paula y viajamos juntos hasta Barcelona. Me dijo el gitano de Jerez, el de “la música callada del toreo de Bergamín”, que de Ortega había aprendido todo lo que sabía del toro y del toreo. Curioso, ¿verdad?. El uno, el catedrático, despreocupado de la estética por la estética, y el otro el artista sublime cuyo capote y muleta volaron siempre en busca de poetas que cantaran la belleza de su rima. Pero así fue, y ahí está vivo y sano Paula para corroborar o desmentir aquella conversación.

Luego, cada torero hace su camino y su propia historia, pero los principios orteguianos continúan vigentes. Quizás el origen del concepto de Ortega haya que buscarlo en la revolución que significó Juan Belmonte en la tauromaquia. Quizás. Pero en cualquier caso, por ese camino se llego a cumbres como Chicuelo, Manolete, Ordoñez, Camino, El Viti, Pedrés y luego Dámaso González y Paco Ojeda. Y hoy a Enrique Ponce, El Juli y Morante, aunque hay que reconocer que en los últimos años se ha producido una cierta mistificación en el toreo que le ha restado autenticidad si hemos de atenernos al concepto de Domingo Ortega.

Recuerdo que un día me contó don Pedro Balaña Espinós, que, cuando un frio y desapacible mes de enero, pasadas las diez de la noche, entraba en el Hotel Ritz de Barcelona con su administrador Pepe Boneu, le abordo un muchacho ya treintañero, con rostro cetrino de estatua de Montañés, que le estaba esperando en el portal del citado hotel, aterido por un frio polar del que se protegía vestido apenas con una vieja chaqueta de pana. “Le pregunté que quería y me dijo, clavando en los míos unos ojillos pequeños que parecían quererme taladrar: “¡Torear en Barcelona!”. Rememoraba don Pedro que se quedo de una pieza ante el desparpajo de aquel pobre muchacho, y que para quitárselo de encima le dijo: “Mira, este señor y yo vamos a cenar; espéranos que a la salida hablaremos”. “Salimos a las dos de la mañana y encontramos al muchacho acurrucado en la puerta del hotel, sobresaliendo apenas de una nevada más que regular que había caído mientras tanto”. Decía el empresario catalán que ni Boneu ni él se había acordado en toda la cena del aspirante a torero, pero que impresionado por su decisión y espíritu de sacrificio le dijo a Boneu: “Pepe, cógele los datos y lo pones en la primera novillada del año, que este de verdad quiere ser torero”. Toreó en la novillada de inicio de temporada a finales de febrero, salió en hombros esa tarde y en ocho o diez más después, y allí comenzó Domingo Ortega. Ortega “principio y fin, el que llevaba los toros por donde no querían ir”, una carrera moldeada a yunque y martillo que le llevo primero a la alternativa y después a ser uno de los toreros más grandes de la historia.

Son experiencias al hilo del pitón, que es bueno recordar de vez en cuando…

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