ENCUENTROS CON JOSÉ LUIS BENLLOCH.- DE BLANQUET A HONRUBIA

El portento y el genio

Blanquet y Honrubia representan la eficacia frente al lucimiento; clarividencia frente a locura, lo que debe ser frente a lo que no te dejan ser; el reconocimiento absoluto frente al debate más radical; uno alto, otro bajo… los dos fueron brutalmente diferentes y absolutamente toreros. El primero fue el más grande con los grandes en los tiempos más grandes; el segundo fue el más grande en su mundo y en su suerte
José Luis Benlloch
martes 29 de enero de 2019

Amigos y aficionados a los que reconozco criterio periodístico y categoría de aficionados me han pedido un capítulo más. Sería conveniente, me dijeron en términos taurinos, una media verónica para rematar el reportaje que titulé de Nostalgia y plata con el Alpargatero y los viejos banderilleros que dieron pie a la que se conoció como Escuela Valenciana, gentes que encadenaron una leyenda tras otra para gozo y gloria del toreo. Naturalmente no he querido negarme porque yo mismo he sido de los que gozaron y se alimentaron de esas leyendas en algunos casos de manera muy directa hasta convertirme en un adicto. Así que este segundo capítulo es un poco a petición.

En esta segunda entrega he querido poner en contraposición los dos casos más extremos, los dos nombres más opuestos, Blanquet y Honrubia. Ellos representan la eficacia frente al lucimiento; clarividencia frente a locura; lo que debe ser frente a lo que no te dejan ser; el reconocimiento absoluto frente al debate más radical; uno alto, otro bajo, literalmente… los dos fueron absolutamente diferentes y absolutamente toreros. El primero fue el más grande con los grandes en los tiempos más grandes o eso dicen; el segundo fue el más grande en su mundo y en su suerte. El primero antepuso el servicio y el otro solo sirvió a su ego, a mucho orgullo, claro.

Los dos fueron brutalmente diferentes y absolutamente toreros. El primero fue el más grande con los grandes en los tiempos más grandes; el segundo fue el más grande en su mundo y en su suerte

Ellos son el toreo en su versión más romántica. Los dos protagonizaron leyendas y anécdotas fantásticas, de las que se cuentan de una generación a otra. Sucedidos y referencias que les retrataban y les agrandaban. El fatalismo que le unía a la muerte que acompañó a Blanquet, del que se asegura que presentía la parca, la de José, la de Granero y la suya misma, es una de ellas; como aquella otra menos trágica que hablaba de las miradas calladas del menor de los Gallo al mismo Blanquet, pura complicidad entre ambos, que hacía innecesaria cualquier explicación u orden ni mucho menos voces en la plaza cuando salía el toro duro que pedía tralla y se hacía necesaria su presencia porque el gran Cantimplas, todos sabían, estaba para otros toros. En el caso de Paco se podía rescatar a modo de ejemplo la mar de ilustrativo de su estilo, aquella leyenda que nació durante su larga estancia en México, donde viajó para torear unas novilladas y retrasó su vuelta diez años. Allí entabló una estrecha amistad con la genial Carmen Amaya, que andaba de gira y muchas noches, según me contaba Juan Antonio Jericó, crítico y amigo, antes de salir al escenario la bailaora le pedía a Paco que levantase los brazos en actitud de banderillear, Paco esos brasos le decía y se desataba la magia porque como Paco no levantaba los brasos nadie, o eso se desprende de que la mujer que mejor movía los brazos en un escenario le pidiese que simulase un par de banderillas. Naturalmente todos creíamos aquella historia e incrementábamos todavía más nuestra admiración por Paco, al fin y al cabo si Amaya le decía aquello sería por algo. Y de la misma forma que levantaba los brazos como nadie, andaba como los toreros, todos sabíamos que ese era detalle al que daba tanta importancia que lo convirtió en el primer elemento para valorar a un torero y en la primera lección de las escuelas taurinas donde estuvo, porque, como él bien decía, no es lo mismo andar por el ruedo que por un labrao.

También podía contarles, porque lo escuché contar mil veces, que hubo otro torero de la escuela valenciana, hecho en la capea, Trallero se anunciaba, que no les tenía nada que envidiar a los mejores. Aseguraban quienes le conocieron que en una de las vueltas de Gaona a España, con la temporada empezada, le faltaba gente para la cuadrilla y le dijo Morenito de Valencia, en aquellos momentos colocado con Belmonte, que le mandase a alguien de confianza a Barcelona, donde iba a comenzar, y allí que apareció Trallero, hombre retostado por el sufrimiento, con su vestido raído en mil batallas y aspecto tosco que no debió gustar mucho al mejicano, que después de observarle en la puerta de cuadrillas le mandó recado, que se tapase en el burladero más alejado de los terrenos donde se suponía que iba a transcurrir la lidia, y de allí no le dejaba ni asomar. Sus repetidas peticiones ¿Voy?… ¿voy?… no tenían más repuesta que la indiferencia y el silencio, hasta que en pleno desbarajuste durante la lidia de un toro manso de solemnidad escuchó un displicente y cansado ¡vaya usted, hombre! Nunca se supo bien si aquella claudicación fue una solución desesperada o simplemente argucia para que la gente de la brega tomase aire. Y Trallero, a tironcitos y por los adentros, sin esfuerzo aparente, para algo venía de las capeas más duras, puso el toro a disposición del picador. Gaona, cuentan, lo miró sorprendido y aliviado y allí mismo le dijo ¡Al acabar, vaya usted al sastre! Naturalmente, además del vestido le dio la colocación.

MENUDO/GRAN BLANQUET

Blanquet era menudo y fuerte. Desde luego no parecía lo que fue. Y muy ágil también. En la plaza era capaz de saltar la barrera por un lado y por otro, lo que para cortar y para cerrar al toro en los pares por los adentros se valoraba mucho, lo mismo que su prontitud para ir al toro cuando había que ir y el poderío de su capote para corregir a los más broncos. Surgió en los albores del siglo XX y desde el primer momento quiso ser banderillero, y como tal formó parte de una de las cuadrillas de niños toreros tan en boga entonces y si en algún momento sintió la tentación de la espada y la muleta desistió pronto. Se anunciaba Blanquito en reconocimiento a uno de los grandes de la época pero pronto valencianizó su nombre en una declaración pública de su identidad artística. Como aquel pero distinto, fue el mensaje del cambio. Salió toreando con los toreros de la tierra hasta que una tarde que fue a Madrid con Regaterín, su exhibición lidiadora fue de tal calibre que le llamó Machaquito para que se fuese con él y dos años más tarde de la cuadrilla del cordobés pasó a la del Gallo, al que sacaba de muchos atolladeros las tardes negras. Así fue hasta que tomó la alternativa Joselito y se incorporó con el menor de los Gallo, con el que mantuvo una auténtica simbiosis para mayor gloria de los dos.

La tarde más referencial de ambos tiene lugar en Madrid el 3 julio de 1914, tarde en la que José estoquea siete toros de Martínez. Blanquet participa en la lidia de todos los toros hasta que, llegado el sexto, José manda tapar al resto de la cuadrilla y lo lidian los dos solos para demostrar que a esa altura de la tarde aún les quedan facultades, que ni con seis les llega el agua a los tobillos. De todo ello, real como la vida misma, dejan testimonio las crónicas de los rotativos de la época. En ese sexto lidia Blanquet y coloca dos pares José que, todo seguido, le pide el capote al valenciano y le ofrece el par de banderillas.

-¿Dónde quieres el toro?, le dijo José a Blanquet según escribió Corrochano en ABC.

-Donde tú lo dejes estará bien, le contestó Blanquet.

Ni que decir que el par fue cumbre y para valorar la dimensión del detalle habría que recordar que José, el rey de los toreros, fue según la historia el torero más celoso de su hegemonía y de su rango que jamás existió.

Muerto José, Blanquet se fue con Ignacio Sánchez Mejías y, retirado temporalmente este, se colocó con Granero hasta la desgraciada tarde del toro Pocapena, de la que queda, entre otros recuerdos tremendos, la foto del banderillero tapándose el rostro. Tras el trágico percance Blanquet sufrió una depresión y se retiró de los ruedos. En esas circunstancias personales se encontraba cuando Ignacio, que había decidió reaparecer, fue a verle y le convenció para que volviese a lo que había sido su vida. Fue en esa etapa, cuando tras la corrida de la prensa de Sevilla, el 15 de agosto de 1926, al ir a tomar el tren en la estación de Córdoba con destino a Ciudad Real, donde toreaban al día siguiente, una angina de pecho acabó con la vida del valenciano. Cuenta la leyenda que aquel día presintió la muerte, que él identificaba como un olor a cera, como ocurrió las tardes trágicas de Joselito y Granero, y que advirtió de ello a Ignacio, que tomó sus precauciones para que no pasase nada a cambio de una tarde artísticamente de lo más aciaga correspondida con grandes broncas. No falló Blanquet, pero en este caso la muerte que presintió fue la suya. Naturalmente la leyenda, que corrió por toda España y se consolidó en la historia del toreo, no tiene mayor valor que el de demostrar el gran calado social del toreo.

EL DESAFÍO DEL TORO RELOJERO

No fue con las banderillas con lo que fraguó su fama pero hay hechos como esa tarde de Madrid con José y otras muchas en las que los públicos se hacen lenguas de su manera de hacer la suerte. Una de las más destacadas sucedió en 1910, también en Madrid, en la que se erige en ganador de un concurso de banderilleros en el que participan, entre otros, Morenito de Valencia, Pala, su ídolo Blanquito y Barquero, entre otros. Y hay otra anécdota, se podría decir de su vida privada, que se transmite de unos aficionados a otros auténticamente deliciosa. Verán…

Una tarde de mojigangas en Valencia se sueltan unos toros tremendos para los cómicos. Naturalmente van enfundados. Pertenecen al ganadero valenciano Vicente Peris. Uno de los morlacos, de nombre Relojero, tiene fama por los desaguisados que ha protagonizado por los distintos pueblos de la provincia, entre los que hay varias víctimas mortales, una de ellas muy reciente aquellos días, en Catarroja. Los toreros profesionales están fuera de temporada y conviven en los bares y lugares de encuentro del entorno de la plaza. Entre bromas y chanzas el ganadero de la tarde presume de que no hay nadie capaz de banderillear a Relojero. Blanquet y Morenito de Valencia, que aquel año iban colocados con Machaquito y Vicente Pastor, respectivamente, le aceptan el reto, le apuestan mil pesetas de las de entonces y se citan por la tarde.

No fue necesario anunciarlo, la noticia corrió como la pólvora por la ciudad y acudieron cientos de aficionados a presenciar aquella locura. A poco de aparecer en el ruedo Relojero, en un derrote perdió las fundas, fue una treta del corralero y los cómicos desaparecieron del ruedo como por arte de magia, momento en que saltaron a la arena Blanquet y el Moreno, que le endosaron cuatro pares extraordinarios que acabaron para siempre con la fama de Relojero para congoja del ganadero. Primero Blanquet al cuarteo, luego entró Morenito al sesgo, le siguió Blanquet de poder a poder y Moreno cerró mejorándolo todo entre clamores de los aficionados que hicieron saber la hazaña por toda la ciudad y hasta encontró espacio en los periódicos. Las mil pesetas nunca quedó muy claro en qué se gastaron.

Como retrato de quién fue Blanquet transcribo unos versos de Rafael Duyos, médico, poeta y sacerdote, además de un gran aficionado, que en poema dedicado al valenciano define al propio Blanquet y da la letra para cualquier banderillero que aspire a la perfección.

Blanquet, los músculos tensos/siempre a punto pies y manos/para correr hacia el toro/con eficacia y con garbo/Más que garboso… ¡eficaz!/ que es también muy necesario…/porque el arte del peón/es eso… estar sin estarlo/tantear… doblar… fijar/ser antes hierro que nardo…

Él es la sombra, el guardián/el ángel bueno… ¡el hermano!/Cuando José se confía/ Blanquet -más desconfiado-/cuida tras el burladero/al pequeño de los Gallo/¡Vete Blanquet!/Ya me marcho…/Pero no se va, ¡se esconde!

LA BRUJERÍA DE PACO HONRUBIA

Paco Honrubia fue, sin lugar a dudas, el torero de plata menos completo de los protagonistas de esta leyenda, cabría decir que el menos eficaz teniendo en cuenta que muy pronto se desentendió de la brega y se refugió en sus genialidades banderilleras. Los motivos, para quienes le conocimos, eran obvios: Paco nunca asumió la plata, renunció abierta y conscientemente a la subordinación mínima que exige ser banderillero en una cuadrilla y, además, no solo se consideró a sí mismo un artista, sino que se tenía como el mejor, aun con la certeza de que aquel sentimiento iba directamente contra sus propios intereses.

Sí fue sin duda el mejor banderillero de todos ellos, el más singular. Su par no encontró parangón posible en su tiempo. Fue además hombre bohemio, de carácter muy propio y cerrado salvo que se lograse sortear la barrera de la desconfianza que le había forjado tantos años de sinsabores. En su recuerdo he querido recuperar este reportaje que escribí en su momento.

Fue, por todo lo que les digo, una leyenda viva. Un torero situado claramente más allá de esa línea imaginaria que separa a los genios de los ciudadanos, según denominación del propio Paco Honrubia, que la utilizaba tanto para señalar como para disparar contra aquellos mortales que no habían tenido la dicha se ser toreros, teniendo en cuenta que tampoco eran toreros todos los que querían serlo por mucha voluntad que pusiesen en el empeño, al contrario, en la mentalidad de Paco el voluntarismo por sí mismo ya era motivo de sospecha. Ni siquiera lo eran todos los que conseguían hacer fortuna en el toreo o figurar en los carteles.

Toreros, para Paco Honrubia, eran solo aquellos que lo parecían, los que se distinguían de los demás, los singulares, los que sentían y transmitían como tal, no importaba si estaban en esta línea o en aquella otra, si se parecían más a Manolete, el hombre que le deslumbró y a quien siempre rindió admiración, o si estaban en la escuela de Lorenzo Garza, aquel mejicano desigual, al que sus paisanos llamaban y definían como el ave de las tempestades y del que se prendó Honrubia durante su estancia en Méjico, o si se identificaban con el perfil de Carlos Arruza, el ciclón, con quien Paco compartió amistad y protección en las resbaladizas y divertidas tierras aztecas y del que adoptó sus formas atléticas en su etapa de matador banderillero y de las que se despojó rápidamente en su vuelta a España, porque, digo yo, sus facultades ya no se correspondían con aquellos modos.

Naturalmente su lista de devociones no se acababa en esos nombres. Su lista de modelos se remontaba al mismísimo Rafael el Gallo, con el que se retrató apenas llegó a Sevilla en sus tiempos de novillero para hacer realidad uno de sus sueños de juventud y del que siempre explicaba, los andares: una mano en el bolsillo y la otra tal cual hiciese el paseo, garbosa y a compás. Incluía a Félix Rodríguez, en cuyo estilo banderillero se entroncaba directamente por mediación de Guerrillero, que fue hombre de confianza y amigo del mítico y malogrado maestro, y maestro y hasta mentor de Honrubia, a quien transmitió su sapiencia y maneras en la vieja escuela de Patraix.

-Como Félix Rodríguez no hubo nadie. Yo no le vi pero me lo contaba Guerrillero y lo aseguraban incluso los que fueron sus competidores. Era como un príncipe. Guerrillero nos lo explicaba todo sobre él, cómo banderilleaba, cómo toreaba y hasta cómo bebía.

Para ser considerados toreros, según definición de Honrubia, tampoco era preciso alcanzar el triunfo. El triunfo para Paco tenía un poco de lotería y mucho de aleatorio. Si el triunfo era deseable, lo era porque daba dinero para gastar, porque el dinero, esa era otra de sus creencias, no podía ser para ahorrar salvo riesgo de llenarte el alma de egoísmo y dejar de ser torero.

Así pues y según el credo torero de Honrubia, primero se era torero o no se era y si se era había que dar gracias a Dios y disfrutarlo y luego, luego esperar a que la Diosa Fortuna, otra expresión muy suya, te señalase para poder escapar de las cornadas, de los intereses ajenos, de las distracciones y demás marrajos que en la calle y en la plaza se oponen a los chicos que son toreros.

Por todo eso no es difícil entender que entre su gente más admirada estuviesen nombres como Frasquito, aquel novillero que tras la muerte de Manolete puso el toreo del revés con una sola tarde en Sevilla y acabó durando nada y menos, justo hasta que llegaron las cornadas. O Chavalo, a quien trató de transmitirle en su última época los secretos de su toreo y a cuyas órdenes banderilleó una de sus últimas corridas de toros el mismo día que Manolo Montoliu banderilleó su primer toro vestido de plata.

Y estaban muchos de sus alumnos de la escuela de Valencia. Era curioso cómo él, tan cicatero en el elogio como la mayoría de los grandes toreros, se rendía a los chicos apenas esbozaban las condiciones que él consideraba que les llevarían a la cumbre y se ilusionaba hasta límites insospechados en quien parecía estar de vuelta. Te hablaba de Juan Carlos Vera, que a la postre sería su último matador, “el de más clase de toda la familia de los Vera”; de la distinción de Juan Rafael López; de aquel que se anunciaba El José, de quien advertía que toreaba tal cual pintaba el Greco, tal era su línea de estilización torera; de Jorge Mazcuñán, “macizo como Rafael Ortega”, aseguraba; de Alberto Martínez, al que situaba en la línea del Ortega de Borox; o de la sapiencia de un jovencísimo Enrique Ponce, del que siempre advertía su talento sobrenatural.

-No solo entiende lo que le dices sino que, además, te adivina lo que piensas, es casi brujo, contaba entre divertido y admirado.

Te hablaba de esos y de cualquier otro, de muchos, apenas vislumbraba que un chico estaba en la otra orilla de la ciudadanía en general. De pronto te advertía de una buena nueva en la escuela:

-Ha llegado uno que…

Y todo seguido se deshacía en los elogios más grandilocuentes hacia un joven que le había captado con algo tan importante para él como los andares, por eso la primera lección para todos los nuevos que llegaban a la Escuela era ponerles a dar vueltas al ruedo y no les dispensaba hasta que no andasen como toreros. Objetivo, por cierto, que no todos superaban.

Al final murió sin saber si aquellas condiciones que él vislumbraba en su hijo mayor, Paquín le llamaba familiarmente, y que no se atrevía a proclamar para no ser víctima de la mala fama que acompaña no siempre justamente a los padres, le iban a permitir no solo situarse en el lado opuesto al de los ciudadanos en general sino, además, encaramarse en los carteles de feria. Ilusión que supongo tendría también una carga de revancha o de vuelta atrás en su propia vida.

Antes de seguir adelante digamos que Paquín, su primogénito, definitivamente se quedó en el lado de los toreros, de la gente singular, solo que le faltó la convicción necesaria para insistir, matiz que forma parte también de aquella suerte que repartía la Diosa Fortuna a la que se refería su padre. Así que fue torero pero acabó prefiriendo la moqueta de los despachos jurídicos, y no llegó a estar en los carteles de las grandes ferias. Él se lo perdió. Si hubiese vivido Paco a buen seguro que la historia hubiese tenido otro desenlace teniendo en cuenta que ese Paquín sí tenía esa pincelada innata que diferencia a los toreros de Honrubia de los ciudadanos del mundo.

A estas alturas de la descripción espero haber llevado a su ánimo la certeza de que Paco poseía, y estoy convencido que también cultivaba, el misterio que envuelve a los toreros geniales. Él fue una leyenda en vida, el resumen de todos esos conceptos que hemos esbozado. Bastaba con verle caminar, incluso los años en los que la enfermedad le había ganado terreno, para saber que era torero: elegante, erguido, una mano en el bolsillo, la otra a compás, como le vio caminar a El Gallo, tal cual le nacía.

Fue becerrista de los que llenan de ilusiones a los aficionados. Novillero de fino estilo y amplio reconocimiento aunque nunca llegó a consolidarse entre los punteros. Sí llegó en cambio a tomar la alternativa en su Méjico del alma, pero su fama y su leyenda le llegan sobre todo en los últimos tramos de su carrera, con los cincuenta breges –años- cumplidos, cuando es lógico suponer que ya había desaparecido el mejor Honrubia. No importó que fuese así, en un momento en que el toreo andaba falto de leyendas hermosas y de romanticismo la figura madura y un punto decadente de Honrubia cautivaba a los aficionados e incluso desesperaba el pragmatismo de los profesionales.

Su engrandecimiento final contó con el respaldo, casi casi cabría decir que con la patente, de los nombres más relevantes de la crítica especializada que recorre las ferias, y cada vez que llegan a Valencia se encuentran con aquel torero veterano que en las cuadrillas de unos y otros, fundamentalmente en la de los toreros locales, banderillea como ya nadie lo hace, andando, con una sinceridad desgarradora que solo se suaviza con su elegancia innata.

Aquellas formas son para la mayoría un arte desconocido que convierte la suerte de banderillas en una suerte mayor. El descubrimiento les deslumbra y son muchas las tardes que llenan con su nombre crónicas y espacios que habitualmente corresponden a los matadores. Aquella invasión de terreno ajeno despierta admiración y curiosidad, también envidias, a la vez que la fama del viejo banderillero que banderillea como nadie se extiende por todo el orbe taurino.

El triunfo para Paco tenía un poco de lotería y mucho de aleatorio. Si el triunfo era deseable, lo era porque daba dinero para gastar, porque el dinero, esa era otra de sus creencias, no podía ser para ahorrar salvo riesgo de llenarte el alma de egoísmo y dejar de ser torero

No le sobraban por aquel entonces a Paco las facultades físicas, al contrario, una más que leve curva de la felicidad, aunque quizá hubiese que decir del abandono, comenzaba a desbordarse por encima de una taleguilla que ya se resistía a abrocharse. No utilizaba chaleco, sin duda por el mismo motivo. Las sedas de aquel terno que en su tiempo había sido del color del corinto, aparecían ajadas y las lentejuelas solo alcanzaban a insinuar viejos esplendores. El capote, absolutamente lacio, de ese rosa pálido inconfundible que solo logra el paso de las temporadas y el efecto inmisericorde del sol de mil batallas, lo solía mantener recogido sobre la cadera con cierto desdén y abundante torería. Todos sabían y aceptaban que no lo pensaba utilizar. Era la licencia que le daba ser considerado un artista excepcional. El pelo, largo para la época, asomaba por debajo de la montera y le revestía de un alo de bohemia. Todo aquel desaliño no sé si decir que era insuficiente para disimular su atractivo de torero singular o si, por el contrario, acentuaba la leyenda de Honrubia, que por aquel entonces solo dejaba el cigarrillo para saltar al ruedo y hasta alguna tarde, entre los pliegues del capote lacio y pálido, disimulaba un plajo –cigarrillo- para darle una calada a hurtadillas antes de coger los palos.

Paco se mantenía de esa guisa mientras cubría al picador que hacía la puerta, allá por la solanera, en terrenos del 9, parecía inhibido, en realidad lo estaba, los aficionados lo sabían pero no les importaba. Era como si pasasen de él. Pero solo hasta ese momento. En cuanto tocaban a banderillas todo se transformaba. Todo parecía jugar a favor, el vestido ajado, su pelo de bohemio, hasta su cintura de abandono parecían ennoblecerse, era una metamorfosis fantástica, magia pura. Era recoger los palitroques y los aficionados posaban los ojos sobre aquel cincuentón de andares a compás.

Todo seguido se producía el milagro de todos los domingos, el ejercicio de torería más altruista que uno se pueda imaginar. Una especie de reducción al absurdo ininteligible para la ciudadanía en general, incluso para los toreros. Un veterano curtido en mil batallas se jugaba la vida por un jornal. Y no un día, todos los días. Bueno, en realidad no era así, el jornal le importaba bien poco, tan poco que era capaz de gastarlo con unos amigos poco después. Es más, de haberle importado no hubiese dejado perder sus buenos oficios de capotero, que se pagaban más que su locura banderillera, o simplemente hubiese aceptado la autoridad de los matadores, condición casi indispensable que le hubiese franqueado el acceso a las cuadrillas de los jornales abundantes. Decisiones por cierto, la del capote y la del acatamiento, que además de más rentables eran menos expuestas que banderillear como banderilleaba él.

Lo que en realidad buscaba Paco con su actitud era mantener viva su autoestima de torero. Quizá vengarse del sistema, jugar con displicencia su papel de perdedor y malgastar en público su tesoro más exclusivo, la torería. O simplemente defendía el último reducto de su orgullo. Fuese como fuese, o fuese por lo que fuese, los domingos había milagro en la plaza de Valencia y ya no les digo si era feria y habían llegado los críticos de Madrid: era desaparecer los caballos de picar y Honrubia recogía su par de banderillas, los dos palos en una mano, nunca los separaba antes de enfrontilarse con el toro y captar su atención, de la misma manera que nunca levantaba los brazos más arriba de la montera tal y como le explicó Guerrillero que hacía Félix Rodríguez. Una vez se miraban a la cara el toro y él, entonces, nunca antes, separaba el par, abría los brazos, le mostraba el pecho y citaba. Para entonces ya se había emborrachado la plaza de torería.

Los aficionados de Valencia disfrutaban de aquello todos los domingos. Era como algo natural, aunque en realidad todos convenían que se trataba de un milagro. O de dos. Quizá fuese un milagro detrás de otro. Nadie podía imaginar si no tenía noticias previas que tanta decadencia, la curva del abandono, la seda ajada, las lentejuelas opacas, el pelo bohemio, las marcas del desencanto de una vida poca generosa con él, pudiese transformarse en algo tan esplendoroso. ¡Un milagro!

Otro milagro es que con aquella manera de ir al toro e irse del toro, tan pausado, tan andando, con aquellas piernas delgadas y recosidas de viejas cornadas, pudiese escaparse del toro. Pero escapaba, escapaba. Se iba del toro andando, con la mirada de sus ojos negros clavada en los tendidos donde parecía rebuscar viejas glorias, con una suficiencia estremecedora y ciertas dosis de chulería o quizá no era chulería, quizá fuese otra cosa, había quien aseguraba que simplemente trataba de provocar a un destino que le había apartado de casi todo lo que había soñado en sus comienzos. Y naturalmente todas aquellas hazañas desbordaban la literatura de los críticos de la época.

Pero él no era un inconsciente ni mucho menos un chalao como se dice en el argot. Paco sabía lo que hacía y sabía los riesgos que asumía. No lo iba a saber si tenía el cuerpo abrasado de cornadas… Pero aún así y hasta el final de sus días clavaba encunado, giraba sobre sus talones y dejaba que el toro le clavase la mirada en el espaldar ajado de su chaquetilla mientras se iba andando por la contraquerencia tal y como había aprendido de Guerrillero.

Lo hacía con una solemnidad impactante, como si el mundo le importase un carajo, que a lo peor era así. Y naturalmente la plaza estremecía. Ya les digo, era un milagro pero sucedía, sucedía, domingo tras domingo, feria tras feria para asombro de los grandes críticos, aficionados postineros y público en general, muchos de los cuales ya sabían de él por las crónicas. “Es Honrubia” decían los forasteros tal cual si hubiesen descubierto lo nunca visto y los de casa asentían displicentes y con ese gesto de hastío que provoca el que te quieran explicar una y otra vez lo que tú ya sabes. Honrubia, el brujo.

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