LAS VERDADES DEL BARQUERO
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La edición número 60 de la Feria del Toro echa a andar con sus ritos tribales. Fiesta inimitable. Protagonista, el llamado toro de doble uso, que corre sin freno el encierro matinal y, once horas después, se bate en la arena de un circo que dentro de tres años será centenario. Un ambiente siempre renovado pero siempre fiel a sí mismo. “Cuando una ciudad se convierte en orquesta, siempre brota de ella una sinfonía”, escribió de Pamplona Víctor Hugo en agosto de 1843
Barquerito
viernes 28 de junio de 2019

La octava taurina de San Fermín es, como su propio nombre indica, una serie de ocho corridas de toros. Pero no solo. En vísperas del 7 de julio, la fecha del santo patrón, un prólogo de dos partes que parecen instaladas para siempre: la novillada nocturna del día 5 y la de rejones de la tarde del cohete. El cohete por excelencia, vulgo chupinazo, disparado a las doce en punto del mediodía del día 6. Un primer cohete y su coda de otros cuantos más.

Y entonces, estruendo de incontenible alegría, arranca desde el portal del Ayuntamiento el desfile de gaiteros uniformados que atacan una pieza se diría compuesta para la ocasión: la Biribilqueta, de Gainza. Un melódico pasacalle de acento vasco tradicional. El contrapunto de melancolía tan propia de una ciudad que Víctor Hugo definió en 1843 como “risueña y severa”. No sin aguda puntería.

“Estoy en Pamplona y no sabría explicaros lo que me pasa. No había visto jamás esta ciudad y me parece que reconozco cada calle, cada casa, cada puerta”, dejó escrito el propio Víctor Hugo en el párrafo inicial de lo que se propuso como un libro de viajes destino Pirineos y centrado en Pamplona, pero brusca y definitivamente interrumpido en el verano del 43 por la muerte, ahogada en París y en las aguas del Sena, de su hija Léopoldine.

Carrera y encierro no son exactamente la misma cosa aunque, por lo imbricado, pueda parecerlo. Comparten tiempo y espacio, sensaciones e instintos

Pese a su histórica tradición de plaza militar, no todo en Pamplona se rige a golpe de cohete durante sus doscientas cuatro horas de fiesta ininterrumpida, pero son dos cohetes los que enmarcan como si fueran toques marciales el acontecimiento central de las ocho mañanas de la octava y de la fiesta toda. A las ocho de la mañana, la carrera del encierro. Carrera y encierro no son exactamente la misma cosa aunque, por lo imbricado, pueda parecerlo. Comparten tiempo y espacio, sensaciones e instintos. El promedio de duración de una y otra se ha establecido en torno a los dos minutos y pico, no sin excepciones o imprevistos.

Por espacio hay que entender recorrido: los 870 metros que separan el portón de los corrales de Santo Domingo de los de la plaza de toros. En unos velan a la intemperie los seis toros de turno desde la diez de la noche de víspera hasta el cohete de las ocho de la mañana. En la plaza la espera es mucho más corta: las apenas cinco horas que median entre la agitada entrada en el corral al final de carrera, subrayada por el cohete de cierre, y el apartado y enchiqueramiento, que rinden tributo y honores al toro y, de paso, al ganadero.

El primero de los dos cohetes de Santo Domingo –el segundo de ellos tan solo señala que la manada ha abandonado entera la corraleta- estalla justo después de que las campanadas del reloj de la vecina iglesia de San Cernin den las ocho y cuando los corredores ya han cumplimentado sus tres invocaciones de protección al santo. “A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón…”, etcétera. Es el cohete de la angustia que anuncia lo desconocido. La moneda al aire.

El cohete de la plaza -el segundo de dos, que dos o tres minutos después de los de Santo Domingo proclama la recogida de la manada en un corral umbrío- es pura liberación. Igual que el prendido a mediodía del 6 de julio desde el balcón de la Casa Consistorial que abre paso a la mayor fiesta del toro conocida. La fiesta en torno al toro y por él.

Larga liturgia. Carrera, encierro, apartado y, naturalmente, la corrida de la tarde, a las seis y media en punto. La proverbial puntualidad en fiestas de Pamplona, donde, sin que apenas se sienta, todo funciona con el ritmo de las tripas de un reloj de péndulo. Ese ritmo preciso, secreto y de fondo ha podido incluso con su mayor amenaza: la masificación de la carrera, anzuelo irresistible para quienes sienten como imperativa e irrenunciable la emoción de correr los toros.

De la misma o parecida manera, en secreto y con hermética precisión, la Casa de Misericordia, propietaria y empresaria de la plaza de toros, servidora indispensable del encierro y sus avatares, elabora un año tras otro los carteles de la octava, que en 1959 se acogieron a un intencionado nombre de marca: la Feria del Toro. El sustrato de la idea no era otro que el de poner el toro por delante. Lo sigue siendo. Quien dice toro, dice ganadero, que en Pamplona es protagonista reconocido e inevitable. El ganadero, más presente que en ninguna otra feria española. Y el mayoral, retratado, atendido, sometido a entrevistas previas siempre a la lidia de los toros de la casa.

Ocho meses antes de que la fiesta estalle, a mediados de noviembre, ya quedan apalabrados y reseñados los toros de San Fermín. Las celebraciones del cincuentenario de la Feria del Toro como tal fueron mínimas. Sin solemnidades ni retóricas ni pasteles de postre. Los sesenta años de la Feria son tan solo un número redondo. Como cualquiera terminado en cero.

El ganadero en Pamplona es protagonista reconocido e inevitable. Está más presente que en ninguna otra feria española. Y el mayoral, retratado, atendido, sometido a entrevistas

Echando la vista atrás, con todo, vale recordar que de los veintitrés espadas anunciados en los sanfermines de ahora, seis de ellos actuaron en los sobrios fastos del cincuentenario: Rafaelillo, El Juli, Antonio Ferrera, Sebastián Castella, Miguel Ángel Perera, que toreó dos tardes, y Rubén Pinar, que había repetido como novillero en los sanfermines de 2007 y 2008 cuando era todavía precoz prodigio. De las ocho ganaderías anunciadas en 2009, cuatro vuelven a ser de la partida diez años después: Miura, Jandilla, Cebada Gago y Núñez del Cuvillo.

Miura, el hierro que más veces y con diferencia ha lidiado en Pamplona, es a su manera el emblema que prestigia el nombre mismo de la Feria. Cuando en 1997 la plaza de toros cumplió setenta y cinco años de existencia, y solo dos -1937 y 1938- sin feria, ya era Miura el primero de su escalafón. Del escalafón se fueron descolgando antes o después Pablo Romero -el único hierro propiamente par y rival de Miura-, Salvador Guardiola, Conde de la Corte, Fermín Bohórquez, Marqués de Domecq y Atanasio Fernández.

Con el cambio de siglo las ganaderías del encaste Domecq han ido al copo de la Feria. En mayorías absolutas o no, pero sin perder la mayoría y, atendiendo en todo caso, a los rigores obligados de Pamplona: mucha, mucha cara

La renovación de encastes, hierros y ganaderías se acometió de sutil manera para abrir paso a Cebada Gago y Jandilla –presencia inexcusable de ambas en el último cuarto de siglo-, a Dolores Aguirre, a Fuente Ymbro, ausencia sonada en la edición de 2019, a Victoriano del Río y a Núñez del Cuvillo. También a Adolfo y a Victorino Martín, pero solo por un periodo de tres años. El hecho de que en 2017 y 2018, por primera vez en la historia de la Feria, se repitiera íntegro el elenco de las ocho ganaderías de San Fermín ilustra bien la regularidad y lo afinado del criterio de los criadores llamados a Pamplona, donde este año debutará José Núñez Cervera con su hierro de La Palmosilla, una derivación directa de las sangres varias de Núñez del Cuvillo, que es su matriz de referencia.

A partir de la vuelta o cambio de siglo, las ganaderías del llamado encaste Domecq han ido al copo de la Feria. En mayorías absolutas o no, pero sin perder la mayoría y, atendiendo en todo caso, a los rigores obligados de Pamplona: mucha, mucha cara. En el manifiesto de los corrales del Gas, en el barrio de la Rochapea y a orillas del río Arga, los toros de San Fermín se exponen tras gruesas cristaleras para curiosidad de miles de visitantes. Echados o en pie, a veces posando como inertes modelos, los cincuenta toros de la Feria están obligados a serlo y a parecerlo.

“Cruzado por mil reflejos de luz, el Arga se desliza entre los árboles como una culebra de plata”, dejó escrito Víctor Hugo en su brevísimo viaje de 1843 a Pamplona. En plenas fiestas: cuatro corridas en el circo entablado de la plaza del Castillo; era estrella del toreo Curro Cúchares, que Santiago Sánchez Traver acaba de reivindicar como primer paradigma de la tauromaquia moderna; el encierro, antes de diversas variaciones, ya subía desde Santo Domingo pero solo hasta Mercaderes, Chapitela y la plaza del Castillo. Más corto el recorrido, menos gente que ahora. No se sabe si la misma pasión.

Fotos: JAVIER ARROYO

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