Pepín, un semidios del toreo

Paco Mora
viernes 08 de abril de 2011

A quienes por razón de su edad no tuvieron la suerte de verlo torear, quisiera acertar a explicarles quien y como era Pepín Martín Vázquez Bazán.  No me puedo conformar con saldar la muerte de Pepín con una nota en Aplausos Digital. Eso fue solo apretarme el grano de la pena por la desaparición de quien fuera el arcángel de la escuela sevillana. Es más, me atrevería a decir que el hijo del señor Curro Martín Vázquez, uno de los estoqueadores más puros de una época de buenos matadores según dicen las crónicas de su tiempo, fue el primer torero con color, olor y sabor del siglo en que el toreo comenzó, con Joselito y Belmonte, a alcanzar la categoría de arte.

Por eso creo que quienes le vimos, tenemos la obligación moral de compartir, con los que no pudieron disfrutar su arcangélica manera de interpretar el toreo, las sensaciones de que gozamos con aquel enorme torero. Pepín significó para nosotros el primer encuentro con el temple, la cadencia y la armonía en estado puro. Su evolución en el ruedo emanaba una gracia inaprehensible que lo hacía distinto a todos los demás. Era tan distinto como distintos fueron Manolete, Pepe Luis Vázquez y Carlos Arruza, con los que conformó el cuarteto más importante de los años de la postguerra, con un quinto en discordia como Luis Miguel Dominguín nada menos. Años en los que todavía brillaban en los ruedos torerazos como Chicuelo, Marcial Lalanda, Domingo Ortega, Vicente Barrera y el malogrado santanderino-valenciano Félix Rodríguez, del que un día oí decir al gran Armillita que fue el mejor torero que había visto en su años de lucha en los ruedos españoles.

Pepín paraba las manecillas del reloj toreando al natural y se liaba a la cintura la Giralda en sus chicuelinas tan llenas de gracia como el Ave María, en frase lirico-amorosa de un poeta noucentista. Toreaba con la naturalidad de quien había nacido para interpretar en el pentagrama de la tauromaquia ese toreo alado y a la vez profundo al que solo se puede aplaudir por bulerías. No se esforzaba por ser garboso, el garbo era en él connatural y le nacía de lo más hondo de su ser sin pretenderlo, incluso vestido de calle. Hasta el tono de su voz era suave y cadencioso, su mirada dulce y cálida y su gesto siempre medido y armónico. Era el arte del toreo sevillano en el que para serlo no puede existir un tirón, una violencia un gesto brusco… ni siquiera una mirada adusta. Artista poseedor de una plasticidad desconocida hasta entonces, era un niño cuando irrumpió en los ruedos españoles y en muy poco tiempo se alineo con los semidioses de su generación. Y ya desde aquella altura, pronto también, se convirtió en la sal de los banquetes desabridos del toreo de su tiempo. Un tiempo no demasiado largo pero de una intensidad arrolladora.

Era el ídolo vestido de seda y oro de mi adolescencia de aficionado de la mano del tío Cristóbal. Le vi torear por última vez, creo que en el año 51, pues escribo de memoria -porque la documentación es enemiga de la inspiración- un día de San Juan en Albacete partiendo plaza con Antonio Chaves Flores y Cayetano Ordoñez “Niño de la Palma”, hijo de aquel que era de Ronda y también se llamaba Cayetano. Debió ser aquella una de sus últimas actuaciones. En los aladares le brillaban, sobre su pelo negrísimo, unas hebras blancas que hablaban de muchas tardes de responsabilidad y de no pocos dolores de enfermerías. La verdad es que desde la tremenda cornada de Valdepeñas Pepín ya no fue el mismo, pero todavía aquella tarde albaceteña dejo en la arena de la plaza de la calle de la Feria un olor a claveles de Sevilla que aún me parece percibir cuando piso aquel ruedo. Por la noche lo llevó Mondejar, presidente de su peña, al Club Taurino de la calle Concepción frente al Cine Azul, aquel al que pocas veces pude entrar porque  mi padre se negaba a darme la-una-cincuenta que valía la chapa de auxilio social, con el yugo y las flechas sobrepujadas sobre el exiguo cartoncillo.

Recuerdo perfectamente la circunspección de aquel torero que se me antoja que era el hombre que mejor callaba de España. Luego con el paso de los años, en Barcelona, en Casa Carrasco, en plena Rambla de las Flores para ser exactos, conocí a sus hermanos Rafael y Manolo; el primero rubio como un alemán y que según Pepín era el que mejor había toreado de la familia y el segundo, un tipazo moreno y de ojos encendidos, para ver al cual viajaban a España mujeres de todo el mundo anglosajón.
Ahora Pepín ya es historia, pero para quienes le vimos torear sigue estando vivo porque el arte, aunque sea tan efímero como el del toreo, es inmortal…

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