Del color del cobre, hasta las canas de su pelo quieren ser negras. Los años que tiene y que se han fugado de ese mapa de sol y esperanza que es su rostro, han hallado patria en su caja de limpiabotas de madera sobrante del arca. No la de Noé, sino de la Alianza. Tiene la mirada lenta del halcón veterano, la agilidad aún precoz de sus manos al cambiar de mano el cepillo, y la rutina aún no aprendida de quien trata de vivir este tiempo con las artes de birlibirloque de hace seis décadas. Como el toreo. Es orgullo ciento por ciento. Le dicen El Moro. Se llama Antonio y es gitano por la gracia o desgracia de Dios. Lleva en Badajoz más años que Badajoz. Limpia zapatos, vende lotería que nunca toca, cupones de ciegos que ven, narra leyendas sin copirray, cuenta mentiras que deberían ser verdad. Es eso que se nos va sin irse del todo. De tal forma, que uno no sabe si el que se queda es él y su mundo de limpiabotas y somos nosotros los que nos vamos. Los que ya nos fuimos. Los que quizá nunca estuvimos.
