Manzanares, rey de espadas. Dos volapiés monumentales, diría que esculturales -¡un Benlliure, por favor! que eso es lo que pedía el momento- coronaron sus dos faenas. Fue un Manzanares empoderado y mandón sobre la mano derecha. Engallado a la hora de defender su territorio. En los dos toros, significa que anduvo ambicioso y responsable. Con esos argumentos es fácil entender que la tarde fuese para el alicantino. Al pie del Benacantil difícilmente iba a ser para ningún otro ni llamándose Morante, que por cierto se mostró inspirado y creativo, muy Morante en lo bueno y en lo anecdótico. Su farol a pie firme para recibir a su primero fue un canto a la torería, chute de improvisación sobre la monotonía al uso que se agradece. Igualmente deslumbrantes fueron los ayudados por alto recostado en la barrera con los que abrió el trasteo, momentos que los viejos revisteros adjudicaban a Rafael el Gallo y titulaban del celeste imperio porque entendían que era una manera de engañar a los chinos. En el siglo veintiuno no solo no engañan, sino que se agradecen, convertidos en una bocanada de aire fresco, inspiración sevillanista que surgió como preámbulo a una faena tan breve como deliciosa. Templadísima, como surgida en un mar plato porque eso era la templanza del toro de La Ventana del Puerto. Poco toro si quieren por su carácter y mucha clase, pero Morante no necesitó de más para sus delicatessen. Veinte pases después de aquel inicio el toro volvió ancas y se fue de la reunión, quedó claro que el toro en cuestión, además de poco carácter debía ser mal aficionado o de otra manera no hubiese suspendido el concierto del sevillano. A esas alturas quedaba igualmente claro que Morante debe ser el torero que menos toro necesita para emocionar. Ese se lo brindó a Esplá, de clásico a clásico, en realidad tan clásicos y tan diferentes. Le dieron una oreja a petición popular.
Su segundo no le gustó y mandó al banderillero que lo tirase. Está cojo, decía por señas, cojo. No lo consiguió. Después de treinta capotazos, quizá fuesen cuarenta, el toro seguía en pie y el presidente sin argumento legal para perpetrar la trampa que todos estábamos deseando, un toro que le gustase a Morante, así que Morante montó la espada y acabó con el paripé del cojo que no se caía, en realidad ya ni tropezaba. El público, morantista total, motivos tiene, aunque no en ese toro, aplaudió al maestro, pitó al presidente, pitó al toro y Morante saludó compungido mientras señalaba al usía.
Manzanares estuvo a la altura que cabe exigirle. Sus dos toros tuvieron carácter y casta, los dos pedían mando y decisión, y en los dos acabó imponiéndose. Si no pudo haber arte hubo bemoles que también eso es toreo caro, en realidad la esencia del buen arte. A su primero lo toreó en terrenos de adentro, donde quiso el toro que también, digo yo, tiene derecho a elegir. La muleta puesta, los pies firmes, el mando largo y ante tal situación el toro, cuando más emotivo era el momento, se fue de la batalla, así que el maestro entendió que era el momento, montó la espada y el espadazo fue de época. La muerte del toro en los medios, rendido a los pies del ganador, fue uno de los momentos de la tarde. A su segundo, toro rebrincado y de descompuesto cabeceo por el pitón izquierdo, lo sometió por el derecho en series poderosas y de mucha tensión y de nuevo hizo valer la ley de su espada. Dos orejas del primero y dos de este por aclamación. Lo dicho, nadie pisa el jardín de los Manzanares.
Cayetano no tuvo su tarde. La plaza se llenó prácticamente en su totalidad y los toros tuvieron más toreabilidad que bravura. Naturalmente, Manzanares salió en hombros.