Curro Díaz inicia ahora un camino en el que, estoy seguro, el primero que le desea el mayor de los éxitos es Ignacio González. Éxito que, de venir, lo celebrarán juntos estos dos resistentes de buena raza. Lo de Ignacio González y Curro Díaz no ha sido una ruptura sino una “suspensión de la convivencia”, que es como se definen por lo visto las separaciones en las familias reales. Ignacio es un tipo medido y bondadoso donde los haya. Lo que se dice un hombre sin aristas ni estridencias que respira bonhomía por todos los poros de su cuerpo. Y Curro es un torero tocado por la gracia del arte, de carácter recio, firme e incapaz de hacerle una mala faena ni al toro más marrajo que pensarse pueda.
González y Curro son dos nombres que han navegado juntos durante muchos años por el proceloso mar del toreo. Nadie ha creído más en el de Linares que el hijo de aquel Manolo González de mi juventud, que demostró que se podía ser un torero de corte artístico puramente sevillano y tener más cojones que el caballo del Espartero. Ahora, el sistema le ha dado la puntilla a la relación apoderado-torero. Pero no solo en este caso sino en general, pues hoy por hoy, entronizado el empresario-ganadero-apoderado, ya no queda ni un resquicio para el romanticismo en el toreo. Ese toque romántico de la tauromaquia que inspiró a García Lorca, Alberti, Villalón (el ganadero-poeta que soñaba con toros con los ojos verdes) y a tantos otros, ya no es posible en la razón rabiosamente comercial en que se ha convertido el negocio de los toros.
Curro Díaz inicia ahora un camino en el que, estoy seguro, el primero que le desea el mayor de los éxitos es Ignacio González. Éxito que, de venir, lo celebrarán juntos estos dos resistentes de buena raza. No me cabe duda alguna.
