Después del alegrón que supuso que en noviembre de 2013 saliera adelante la Iniciativa Legislativa Popular que declaraba a los toros como Bien de Interés Cultural en toda España, iniciativa que por cierto nació de la Federación de Entidades Taurinas de Cataluña, las plataformas animalistas financiadas por las multinacionales de la industria (por el interés te quiero, Andrés), los mismos que promueven que haya en los hogares más mascotas que niños -eso sí, castradas sin su consentimiento que eso para los animalistas no es maltrato-, desde ese momento, digo, no han parado de proponer que se derogue aquel logro.
Lo intentaron en repetidas ocasiones, en 2017 y en 2023, y ahora, de nuevo vuelven a la carga. Si en las anteriores ocasiones no lograron su objetivo, porque no hubo consenso entre los partidos políticos que integraban entonces la Cámara Baja, en la actualidad, con un PSOE cogido por los cataplines por las minorías que ven un granero de votos en esta nueva intentona de derogar la ley que situó a los toros como Bien de Interés Cultural, es para preocuparse. Y todo porque en este tiempo que ha transcurrido desde aquel ya lejano 2013, quienes tenían la obligación de blindar la tauromaquia, incluidos los partidos políticos que se apresuraron a salir en la foto para apuntarse el tanto de lo logrado por unos aficionados tan entusiastas como lo fue el catalán Luis María Gibert, se olvidaron de que el trabajo estaba a medio hacer.
Pero la dejadez no es sólo atribuida a esos políticos, sino a quienes tienen esencialmente la responsabilidad de defender el arte de la lidia, con mayúsculas. Y aquí hay que señalar a todo el colectivo, sin orillar a ninguna de las partes: empresarios, ganaderos, toreros y, porque han elegido libremente pertenecer al mundo taurino, a los aficionados que llenan las plazas de toros. Es un reto que precisa involucrarse para demostrar que si las mascotas dan votos, los toros aportan ilustración, cultura y bienestar social.

