Lo que se está viendo esta Feria de San Isidro en el coso venteño ya rebasa los límites de lo razonable. Que es una plaza que debe exigir seriedad, en esto deben estar de acuerdo todos los buenos aficionados. Otra cosa son los excesos, y en este ciclo se está comprobando que a la ya desmesurada feria del árbol (cornamentas que sobrepasan con creces los vuelos de las muletas), se han unido unas romanas escandalosas al superar muchas veces los seiscientos kilos. Una barbaridad.
Llegados a este punto cabe preguntarse hacia dónde se quiere ir y por qué han elegido este camino los responsables de presentar los toros en tan monumental ruedo (y por un mimetismo en otros muchos que no quieren ser menos). Si es para evitarse problemas con los integristas del “siete”, muy mal hecho. Denotan falta de criterio. En la corrida del viernes, en la que se lidió un grandioso toro de Victoriano del Río, de nombre Frenoso, que pesó 559 kilos (peso coherente para semejante escenario), no lo protestaron porque lucía arboladura al límite de los que debería permitirse, pero en esa misma tarde saltaron dos toros de la familia Fraile, con trapío de plaza grande pero muy en tipo y cara armónica, que fueron protestados por los de siempre, por los que no fueron capaces, y aquí entra el presidente de lleno, de ver (en realidad no ver) que el toro Frenoso merecía, con diferencia sobre otras concesiones, la vuelta al ruedo.
Y es que para ser buen aficionado, o para ocupar plaza de presidente en el palco, además de asistir a los cursos en los que se inculca que no hay que dar la primera oreja hasta que se desgañiten los aficionados, o que el toro que debe salir en todas las plazas debe ser como los que elige Florito para Madrid, se debe saber ver un toro (y poner en valor) como el del ganadero de San Agustín del Guadalix.
Es por lo comentado que conviene retrotraer la mirada hacia un pasado, desgraciadamente cada vez más lejano, que procuró éxitos muy señalados, y no me refiero sólo al toro ensabanado de Osborne al que inmortalizó Antoñete, sino a la época de los Lozano, en la que se lidiÓ el toro Cañego, de su ganadería, y que posibilitó la consagración de Julio Aparicio. Cuestión de criterio y de profesionalidad. También de buen gusto.
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