Categorías: Opinión

Ave Caesar, Morituri te salutant

Si esta tarde en la plaza de Pignatelli se hubiera eliminado ya la casquería antiestética y sanguinolenta de las orejas, Daniel Luque habría salido a hombros del público entusiasmado por la buena tarde de toros que ha ofrecido en Zaragoza. Continúo pensando que se deberían suprimir las orejas y los rabos como trofeo indicativo del triunfo de los toreros. Marcar la intensidad del éxito de los matadores solo corresponde al público que es quien paga la Fiesta. Un señor colocado a dedo en el palco presidencial, para que actúe de árbitro y decida quien triunfa y quien no, es un anacronismo en una democracia europea. Solo la duración de los aplausos del público tiene legítimo derecho a medir la categoría del éxito de los toreros. Como en el teatro, en la opera y en cualquier espectáculo culto.

Si esta tarde en la plaza de Pignatelli se hubiera eliminado ya la casquería antiestética y sanguinolenta de las orejas, Daniel Luque habría salido a hombros del público entusiasmado por la buena tarde de toros que ha ofrecido en Zaragoza. Pero una vez más, como tantas otras en esas plazas de Dios, un hombre que no ha pagado entrada y ve la corrida en la parte más alta de la plaza ha decidido que Luque saliera andando del ruedo. Eso sí, entre el entusiasmo del público. Negarle a Daniel Luque la segunda oreja del primer toro ha sido un gesto evidente de desprecio a la opinión de la mayoría.

Todo el público pedía esa segunda oreja con insistencia y le hizo dar al torero dos vueltas al ruedo como compensación al error del “usía”. Esas dos vueltas y los aplausos recogidos en ellas son el premio que importa y no el que ha impedido la tozudez del mandón del palco. Pero, como el Reglamento Taurino de Aragón dice que en Zaragoza solo se puede abandonar la plaza en volandas cortándole dos orejas al mismo toro, basta con negar la segunda para que el inquilino del palco se erija en Cesar supremo de la corrida. Luque ha sumado tres, pero como han sido de toros distintos, no ha habido caso. Aunque hubiera cortado seis, una a cada toro tampoco. Luego, ¿quién decide el éxito de los toreros? Pues sencillamente, un señor que actúa de emperador romano y sube y baja el dedo en el palco principal del tauródromo a su antojo. ¿Es o no es anacrónico y antidemocrático el asunto?

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Ave Caesar, Morituri te salutant

Paco Mora

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