Hay una tauromaquia oculta. La que no percibe ni ve el público, sin anuncios, sin carteles, alejada de esa especie de lucha diaria y casi cansina de quién va a ir por delante, quién cierra cartel, quién va enmedio, qué día es el mejor, qué disputa o pretensión es la más tonta para tratarla como indispensable, qué dinero es el mío, qué vainas. Hay una tauromaquia alejada de los toros de las doce, de los toros peleados por kilos, o por trapío o por el trapío escaso de la razón, vainas a ese trapío que jamás es de acuerdo común y que, casi siempre, va en contra del interés del toro. El trapío del que hablan los humanos profesionales es el que hace que el toro sea el que es, no lo que el toro quiere, debe y desea ser. Pero esta es otra historia, hablo de una tauromaquia, la de verdad eterna, la de cielos despejados, o la de días y noches de lluvia, coro de ruidos de vacas, el toro que habla al aire, el llanto del becerro destetado de la madre. La tauromaquia del campo.
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