Los toros de La Palmosilla, absolutamente vacíos, aptos solamente para ser remitidos sin costos al campo de donde no deberían haber salido nunca. ¡Dios mío qué cruz!
Cuando no hay toros no hay toreros. Es un axioma más viejo que andar a pie. Escribo sin reponerme todavía de los bostezos de las cerca de tres horas de martirio chino del soporífero espectáculo que ha sido la octava corrida de la Feria de Albacete 2012. Tarde para olvidar, si exceptuamos un quite por verónicas con dos medias excelentes de El Cid, dos pares de banderillas de poder a poder y una faena valiente y sincera de Padilla rematada con una buena estocada. Y la huelga de brazos caídos de El Fandi, esperando que los auxiliadores de la Cruz Roja sacaran del tendido a un espectador desvanecido. Que eso fue lo más brillante que hizo el granadino, porque con las banderillas continúa con su robotizada rapidez, y con la muleta pegando pases al por mayor sin ton ni son, tan inodoros insaboros, e insípidos, también como siempre. Los toros de La Palmosilla, absolutamente vacíos, aptos solamente para ser remitidos sin costos al campo de donde no deberían haber salido nunca. ¡Dios mío qué cruz!
Lo mejor de la tarde, la sensibilidad del público albaceteño que ovacionó con fuerza a Juan José Padilla hasta hacerle salir a los medios. Al jerezano se le escaparon dos lágrimas de agradecimiento, y le oí exclamar: “Da gusto torear para un público así”. Pero la voluntad de los tres espadas chocó contra seis montones de carne mansa.
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