Lo he repetido por activa y por pasiva. Yo no conocía a Padilla, al hombre, al personaje. Al torero lo respetaba y a veces recelaba de su estética y menos de su toreo hecho a sangre y fuego con lo más arisco de la cabaña ganadera. Su aspecto exterior no me ofrecía datos exactos del personaje. Pasó lo de Zaragoza, una cogida brutal, una tragedia que tenía carga suficiente para retirar a un torero, a doce docenas de toreros. A partir de ahí empecé a divisar a otro personaje. Un tipo imposible de enterrar, con una capacidad de caminar sobre el volcán y las llagas abiertas de un rostro explotado. De reconstruirse segundo a segundo, día a día, con la fuerza, la suya, que tiene algo de sobrenatural, con la fe de un sentir religioso profundo, con las alas de colores del Ave Fénix cuando le revolotearon los cuervos negros de la muerte en demasiadas ocasiones. Desaparecía el viejo bandolero, aparecía el pirata, un Aquiles sin tendón sensible, un Hércules capaz de doblegarle el bíceps a la dama negra de los peores augurios. Y en lugar de morir en el intento y buscar un rincón para llorar la derrota, dos años después torea más que nunca, es el líder del escalafón en tiempos de vacas flacas, y se ha ganado el respeto y muchas veces el cariño y siempre la admiración de todos los mortales, y hasta el parche del pirata es como una alegoría a la felicidad conquistada al destino.
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