Desde Santander oteo en la proximidad a una dama extraña. Me cuentan que es de Ucrania, un país descatalogado en mi mente de ocio y negocio. Viste raro, como salida de una película de emos o de corte gótica. O simplemente vio la película de la familia Adams. Se aloja en el Hotel Real y va todos los días a los toros. Sentada de fiesta en el autobús, se incomunica, se abstrae en su mundo, mira como sin ver. Es el segundo año que viaja hacia Santander a ver toros. Todos los días, desde la novillada. Y me hace pensar. Pensar las razones por las que mexicanos, belgas, esta señora de Ucrania, algún ruso, tienen en común esa querencia de ir a los toros en peregrinaje diario, como si una llamada interior hubiera mudado sus costumbres tan distintas, tan dispares, tan de cada rincón del mundo. Y viajan sin saber una sola línea de nuestro vocabulario. Para ver toros.
Presenciar una corrida de toros es algo tan usual en nosotros que no le concedemos otro contenido que el de ir. Nacimos al lado de una feria, al pie de un paseíllo. Forma tan parte de lo de cada día que ir a los toros supone nada más que eso, ir. Pero el toreo tiene un añadido tan esencial, tan hondo, que se nos escapa y se escurre sin pensar que, dentro de un mundo estúpidamente alocado, que perdió el norte hace tiempo, cuya locura de muertes e intransigencias se nos hace común, diario. Nuestros hijos, hace ya muchos años, nacen al lado de muertos y matanzas. Al pie de holocaustos diarios en oriente, de atentados, de matanzas, de secuestros, del poder de las drogas, de los estériles debates de los políticos, de los extremismos de nuestras religiones de cruz o media luna. Nacen al pie de los ídolos de barro de canciones que ni son protesta ni son nada, de canciones de amor que no sirven para amar. A la orilla de eso nacen, y a la vera del mensaje del perro y del gato y de las palomas. Las palomas. Hay tantas que las gaseamos.
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