Las temporadas de Morante de la Puebla no se pueden analizar bajo los patrones estajanovistas de quienes lo fían todo a la productividad. Sus temporadas son como su toreo: apasionadas; a las que una bronca se torna en delirio en una fracción de segundo; aquella que incendia los sentidos cuando el torero sevillano esculpe una verónica al ralentí, un ayudado o una trincherilla que se mece con la cadencia de las bambalinas de un paso de palio. De todo ello, y mucho más, hubo en su periplo por los ruedos. Quizá donde mejor se degustó fue allende el Atlántico porque América, más que nunca, fue inspiración y gloria para un artista de alma primorosa.
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