Una aceptable pedrea de noticias salvó la semana periodística. En ese safari semanal a la caza de actualidad en que se convierte el invierno taurino no hubo medallas de oro que enmarcar pero sí argumentos suficientes para mantener encendida la polémica y hasta las ilusiones. Ahí está el triunfo de Juli en Latacunga, territorio fronterizo con las hostilidades de correas y salazares, hasta ahora paraje desconocido para el gran público en cuestiones de tauromaquia y desde ya altar de solemnidades y advocaciones de futuro. Me parece muy bien. Es la magia del toreo. La ilusión por encima del escenario, la fe antes que los rigores academicistas, siempre defendí que el toreo es lo que uno imagina por encima de lo que uno analiza. Te emocionas vale, no te emocionas pues vuelva usted mañana que le aseguro que vale la pena. Desde ya Latacunga es referencia taurina de primer orden. El mojón desde donde debe reconquistarse un país taurino asolado por las guerras intestinas de dos facciones. Para que luego despotriquen de la trascendencia de las plazas menores. Latacunga, apréndanselo, capital de la provincia de Cotopaxi, un bofetón a los antis, la Covadonga torera en Ecuador, donde don Pelayo/Juli empuñó su espada, seguramente a partir de ahora lugar de peregrinación. Y no quiero ni oír hablar de si la corrida era así o asá, era la que tocaba, no seamos ni simplistas ni cartesianos, el toreo son emociones y en Latacunga visto lo visto se emocionaron. Era simplemente lo que hacía falta, emocionarse de nuevo.
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