El mayor atractivo de la Feria de San Fermín de 1925 vino dado por el regreso de Juan Belmonte a Pamplona. Todavía no había toreado en la nueva plaza, la inaugurada en 1922. Había debutado en la capital navarra en 1914, en la plaza vieja. Sumó tres tardes ese año y otras tres en 1916. Volvió a San Fermín tres años después, en 1919, e intervino en los cinco festejos de las fiestas, y lo mismo ocurrió en 1921; en cuatro de cuatro. Ese año, en agosto, el día de San Lorenzo, la plaza ardió. Hasta aquí llega la historia del llamado Pasmo de Triana en la plaza vieja.
Belmonte había regresado a los ruedos en 1924 en varios festivales en Sevilla, Utrera y Zumaya después de una ausencia de dos años en los ruedos españoles. Según sus propias palabras, le influyó la decisión de reaparecer de Ignacio Sánchez Mejías, que también estaba retirado. En invierno volvió en Lima para torear ocho corridas. A su regreso le esperaba en Lisboa el famoso empresario taurino Eduardo Pagés, que le ofreció un contrato para España capaz de despertar el entusiasmo más dormido. El diestro dio la medida de su honradez profesional. Tras torear en mayo de 1925 en Alicante la primera de las veinte corridas en las que se anunció en España aquel año, en Pamplona fue contratado sólo para la corrida del 11 de julio, de carácter extraordinario. Para entonces, ya huérfano de Joselito, Belmonte era una figura consagrada del toreo, un diestro que seguía levantando pasiones tanto en sus seguidores como en sus detractores. Y como maestro del toreo que era, los aficionados le exigían todo, tarde tras tarde.
Juan Belmonte estoqueando un toro en la plaza vieja de Pamplona, una instantánea de Rufino Hernández publicada en ABC en 1921.
En Pamplona tenía que estoquear dos toros a cambio de treinta mil pesetas, una cantidad astronómica, monumental en aquellos tiempos, lo que obligó a subir el precio de las entradas, con el consiguiente enfado de los pamploneses. Pese a ello, su presencia levantó gran expectación. Fueron muchas las personas que se acercaron hasta Pamplona para tal ocasión y buscaron una entrada desesperadamente. La reventa funcionó como nunca. Con gran sentido del humor, Arako, crítico taurino de Diario de Navarra, describía el ambiente que se había creado:
“(...) Hubo quienes, a trueque de no quedarse sin ir a los toros, ofrecían por una entrada cualquiera la primogenitura, la casa, los hijos, la familia entera, todo esto además del capital con sus intereses; pero ¡que si quieres! Los que no fueron previsores, o por lo menos bastantes de ellos, tuvieron que dedicar la tarde a jugar al veo veo y a las tres en barra. ¡Vaya aspecto el de la plaza! Allí no cabía no ya un alfiler, sino ni siquiera una aguja de esas de zurcir medias de las llamadas de cebolla o rayos X mejorados. Cuando el teniente de alcalde don Alejandro Ciganda apareció en el palco municipal para presidir la fiesta, el circo taurino se hallaba como no se ha visto nunca y como es muy difícil que volvamos a verlo. Ese es el éxito de Belmonte (...)”.
“Hubo quienes a trueque de no quedarse sin ir a los toros, ofrecían por una entrada cualquiera la primogenitura, la casa, los hijos, la familia entera…”
Hizo el paseíllo con Marcial Lalanda, que fue el verdadero triunfador de la tarde, y con Cayetano Ordóñez “Niño de la Palma”, que había debutado cuatro días antes en Pamplona con tan sólo un mes de alternativa. Ante ese lleno histórico, se lidiaron seis toritos de Gamero Cívico que, en conjunto, pecaron de chicos. Salvo el cuarto, llegaron suaves al final. “En conjunto demostraron tener sangre pero no se excedieron en pujanza”, aseguró el citado informador. Recibieron diecinueve varas, provocaron nueve caídas de los montados y mataron dos caballos. Belmonte, desde el principio, tuvo que luchar no sólo con los astados sino también contra la hostilidad de gran parte del público que, acostumbrado a precios más bajos, esperaba ver una faena enorme y quedó defraudado. Según Arako, “no estuvo mal el diestro”. Al que abrió plaza, Napolitano, 117, recortado de pitones y el mayor del encierro, lo recibió con cinco verónicas muy buenas, dos de ellas las dio con los pies clavados y mandando de una manera admirable. “En quites estuvo muy torero, inmensamente más torero que los otros diestros, pero sin los adornos y las alegrías de éstos. Y aquí gustan más los adornos que lo otro”. Con la muleta, tras dar un ayudado, un natural y uno de pecho muy buenos, se tuvo que limitar a realizar una faena con la derecha, valiente pero sin florituras, porque el toro no veía bien por el izquierdo. “Entrando en corto y desde tablas, marcó un pinchazo al que siguió otro superior y terminó con un estoconazo delantero”.
Belmonte volvió a hacer el paseíllo en Pamplona en 1926, 1927, 1934 y, tras la Guerra Civil, en 1939, en esta última ocasión -tenía ya 47 años- como rejoneador
Al cuarto, Miñoto, número 81, pequeño y ancho de cuna, el peor de los seis, lo saludó con siete verónicas, que fueron aplaudidas. Inició la faena de muleta con un ayudado, un natural, uno de pecho y otro natural. Se vio en peligro de ser arrollado por el toro, que estaba muy huido, pero “una buena parte del público, no fijándose en detalles, obsequió al diestro con una pita tan grande como injustificada, pues las pitas parece que han de ser para cuando un diestro no quiere hacer lo que sabe”. Terminó su labor con un pinchazo y una estocada buena, y “escuchó una fenomenal bronca que ahogaba las palmas de los imparciales”.
EL CARTEL DE 1925.- Así se anunciaron las Ferias y Fiestas de San Fermín de 1925. En ellas, debutó en la nueva plaza de Pamplona Juan Belmonte, que se anunció una única tarde, la del 11 de julio.
“La hostilidad de algunos pudo haber ocasionado un disgusto a Belmonte, el cual, al rematar un quite en el último toro, se quedó parado ante la bronca que le armaban y fue alcanzado, aunque sin consecuencias, por el cornúpeto. Juanito no estuvo a la altura de su cartel, pero tampoco se hizo merecedor al trato recibido”. Una persona, que firmó su texto como Uno del 2, escribió en Diario de Navarra que Belmonte, tras la voltereta sufrida, se apartó un poco de la barrera, “muy sonriente”, y realizó un “gesto zumbón” con sus dos manos de manera reiterada, con el que parecía decir: “¡Muy bien, muy bien! ¿Era esto lo que ustedes querían? ¿Deseaban que cogiera el toro? Pues los señores están servidos”.
Tuvo que ser una tarde amarga para el de Triana pero no así para Marcial Lalanda, que fue el verdadero y único triunfador. A su primero, Capuchino, un toro chico, le cortó una oreja. Al intentar descabellar, salió trompicado, se pegó con el estoque en la frente, se hizo una pequeña herida y se desvaneció. Fue llevado a la enfermería en brazos de las asistencias. Salió de ella con la cabeza vendada y así toreó al quinto, Capellán, número 40, con el que consiguió un éxito apoteósico. Se le concedió una oreja y el rabo. Fue su mejor tarde de las diez ferias en las que intervino en Pamplona.
Retomando la figura de Belmonte, volvió a hacer el paseíllo en Pamplona, en 1926, 1927, 1934 y, tras la Guerra Civil, en 1939, en esta última ocasión -tenía ya 47 años- como rejoneador.
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El debut “millonario” de Juan Belmonte
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