El sábado 12 de noviembre murió en Vilanova y la Geltrú (Bercelona) a la edad de 81 años el torero extremeño Julián Calderón “El Jato”.
“El Jato”, según informa Paco March, es uno de esos casos que ejemplifican la concepción romántica del toreo entendido como la búsqueda de un sueño. Nacido en Badajoz el 25 de octubre de 1935, más de treinta años después Julián Calderón se presentaba como novillero en Las Ventas, a cuyo ruedo había saltado como espontáneo en un par de ocasiones y “Tengo la ilusión de un chaval y la experiencia de un anciano”, declaraba al diario El Pais las vísperas de aquel día de abril de 1984 en el que por fin pisaría de luces el albero venteño. No era la de Madrid la única plaza que había visto bajar a “El Jato”, de paisano y muleta en mano, desde el tendido al ruedo. Lo hizo, por dos veces, en 1981 en Valencia para reclamar que le pusieran en los carteles y cuando lo consiguió la cosa no se dio bien. Un años después repitió suerte en la Feria de Abril sevillana con la mala suerte de que al ser televisada la corrida un espectador, a quien debía dinero por un negocio fallido, lo denunció y “El Jato” pasó siete meses a sombra carabanchelera.
La niñez en Argelia, donde vivía con sus padres y la llegada a España, ya en la adolescencia, viajando de polizón en un barco. Estoqueó su primer novillo a principio de la década de los cincuenta en un pueblecito toledano, las capeas y el paso a la parte seria de los espectáculos cómico-taurinos que le llevaron a los pueblos en fiestas de una España gris. Ya con el primer turismo asentado en la Costa Brava actuó como sobresaliente en varios festejos en la zona e incluso se hizo empresario de sí mismo en un par de novilladas en solitario que no le dieron ninguna gloria y sí mayor ruina.
Hizo de todo- además de torear- para, mal que bien, ganarse la vida y cuando ya había cumplido 56 años llegó la alternativa, en Tarragona, mano a mano con Antonio Mondéjar, estoqueando el toro “Director”, de Hermanos Santamaría. Fue esa la primera y la última, ya nunca volvería a vestirse de luces.
Afincado en Vilanova y la Geltrú siempre se sintió torero, porque lo era, vaya que sí, y siguió imaginando verónicas, naturales y pases de pecho, mientras se embarcaba en algún negocio inmobiliario o atendía su administración de lotería.
La lotería de la vida quizá nunca cantó un premio gordo para “El Jato”, pero nadie le pudo arrebatar su sueño: ser matador de toros. Aunque fuera por una tarde.
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