Ese dinero con el que compró casi todos los cines de Barcelona lo dejaron en su taquilla los aficionados a los toros. Durante muchos años don Pedro, el padre, hizo caja pero trabajó y vio el negocio, no sé si además con afición, de dar en Barcelona más tardes de fiesta que incluso en Madrid. Barcelona fue un maná de tardes de toros, de afición y de millones. El viejo y respetado Balañá amasó millones y en su listeza alquiló al Ayuntamiento de Barcelona la plaza de las Arenas, entre otras cosas, para que no le saliera competencia. Allí daba también festejos y por Navidad vendía miles de pavos. Pavos que le enviaba desde Andalucía un ganadero con peso político en la época de Franco, que se encargaba -¿recuerdan?- de las casetas de los Peones Camineros que se esparcían al lado de aquellas carreteras de doble dirección. Aquellos peones camineros en agradecimiento de oficio y casa le entregaban al noble (de rango) ganadero un número anual de pavos por Navidad. Él se los vendía a don Pedro y don Pedro a los catalanes.
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El pavo, la pela y el vacío
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