Hasta las primeras décadas del siglo XX los toreros lucían una coleta natural. Se dejaban crecer en la parte posterior de la cabeza un mechón de pelo con el que se hacían una especie de trenzilla, que, acabada la corrida, quedaba recogida con unas horquillas por los mozos de espadas. Ya decía El Guerra que “para ser torero, lo primero es parecerlo”. Y la coleta era algo consustancial a la imagen del torero, que cuando decidía retirarse, tras su última corrida, se la cortaba. “Cortarse la coleta” era un acto que solía tener como escenario el domicilio del torero, en un rito íntimo al que asistían solo la familia, la cuadrilla y los amigos más allegados.
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