El temple de las espadas, descabellos y puntillas del maestro Luna es tan singular como el punto del Anís del Mono, o la textura del turrón de Jijona. Todos los imitadores han disfrutado de un éxito perfectamente descriptible. El secreto del temple de Ramón Luna, pasó a su hijo Enrique y de este a Muñoz que, al jubilarse, hizo heredero de la fórmula magistral del primer Luna a Juan Pablo Benito. Recuerdo un tentadero en El Palomar, a un tiro de piedra de Aranjuez, cuando todavía Finito de Córdoba era novillero, en el que, a cuenta del “temple de Luna”, me convencí definitivamente del exacto sentido de aquello que dicen los gallegos de las meigas; que no creen en ellas pero que “haberlas haylas”. Juan Serrano toreaba como los ángeles una de aquellas vacas grandes, gordas y astifinas de Palomo Linares, cuando de pronto gritó Sebastián desde el palco: “mátala Juan, mátala”. Pero el novillero de moda no se había traído el fundón de espadas, por lo que el anfitrión mandó traer las suyas. Creo recordar que fueron tres las vacas que mató el de Arrecife de La Carlota, y de tres estocadas hasta la bola.
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El temple de Padilla
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