Marbella ha sido el último, vale también decir el penúltimo, aldabonazo del revival taurino que gozamos. Llenazo de los de "No hay billetes". Llenazo en la plaza, en los restaurantes, en los accesos. Los toros han vuelto al centro del interés social. No es definitivo, no se confíen, pero visto de donde veníamos es un hito que celebrar, una gozada que nos estábamos mereciendo. Tampoco caigan en la tentación de ponerle sordina por tratarse de una plaza de las llamadas turísticas, al contrario, el detalle mide el calado social del resurgimiento. En realidad, es un punto y seguido a lo que venía sucediendo en las principales ferias, desde Santander a El Puerto, de Sevilla a Madrid.
En ese ambiente y las audiencias televisivas disparadas, la noche de Marbella tenía un riesgo grande: que la expectación despertada no se viese correspondida. Nada infrecuente en el toreo que incluso tiene acuñado un refrán para esos casos, tarde de expectación, tarde de decepción que se suele usar con demasiada frecuencia; y para más inri cuenta con cientos de ejemplos, como aquella corrida que quiso ser universal según rezaba la promoción, celebrada en la misma Marbella, en la que se anunciaron mano a mano Paco Camino y el ídolo mejicano Manolo Martínez, retransmitida por TVE para España y México, que acabó siendo un petardo de dimensiones acordes a su promoción previa y dio paso a un ajusticiamiento mediático posterior. No ha sido el caso y hay que celebrarlo, hubiese supuesto un frenazo en la feliz inercia que vive el toreo actualmente.
Anunciada como la Corrida de los Candiles, la noche de Marbella tuvo una puesta en escena curiosa al estilo de las que se celebran en algunas plazas americanas: apagadas las luces, las cuadrillas hicieron el paseíllo bajo el resplandor de antorchas, velas y los móviles de los espectadores, muchos de los cuales para entonces seguían buscando su localidad. La imagen fue espectacular aun a costa de perderse la vistosa solemnidad del paseíllo. Y partir de ese momento se sucedieron los pasajes, ahora sí, auténticamente luminosos. No fue una tarde redonda, pero hubo toreo caro, inspiración y la novedad de tres espadas de los considerados de arte, arrebatados, dispuestos a no dejarse ganar la mano. Y si no fue más se debió a que los toros de Garcigrande, de correcta presentación, por esta vez no se cayó en la tentación de colar una gatada, no dieron el juego que se esperaba, aunque no importó demasiado teniendo en cuenta que forzaron a los tres espadas a sacar un carácter que no suele entrar en su repertorio.
Morante se mantuvo en su línea última. ¿Será de este planeta?... con el sentimiento artístico con el que Dios le trajo al mundo y un valor, no me canso, impropio entre los de su género. Valor sereno, sin aspavientos, de pies firmes y fe absoluta en el mando de sus muñecas. ¿Perder pasos?... qué es eso. Lanceó con dormida pausa, recibió a su segundo de rodillas con una tijerilla, cual novillero decimonónico, arrancó la faena de muleta a su segundo con las dos rodillas en tierra cuando sus compañeros ya habían cortado trofeos y él estaba en blanco. Todo seguido se quedó tan quieto, tan dormido, se quiso reunir tanto en el cierre de una tanda que el toro tuvo que cogerle. Se levantó magullado, con los empresarios que le tienen contratado más asustados que él, volvió a pararse con el toro del desaguisado y lo despachó de una buena estocada, para que se sepa quién mandaba en la noche de Marbella y en la España torera. Le concedieron un rabo porque para entonces no había quien frenase las pasiones. A su primero, una prenda, lo castigó poco y además le salió toreando como si fuese bueno. Confianza exagerada a la que le añadió poco castigo y sus intenciones no pudieron ir muy lejos. Lo mató digamos que como matan los artistas, mal.
EXCELSO ORTEGA
Juan Ortega, tras un pausado quite por tafalleras, lo accesorio elevado a la categoría fundamental, le redondeó a su primero la faena más limpia de la noche, obra hermosa que no entendió el presidente. El arranque con un pase cambiado de los de verdad, con la muleta plegada, el mismo que tanto dolor y freno causó al entonces joven Antonio Bienvenida, fue el preámbulo de una faena en la que mandó la templanza, y los naturales especialmente se sobredimensionaron por largos, hondos, elegantes y mandones. El toreo parado y el toreo caminado, las muñecas de miel y la inspiración suelta, improvisado y creativo. Las manoletinas finales rodilla en tierra lograron que coincidiese lo bonito y lo bueno. Le dieron una oreja, en otro tiempo era de rabo. Lo hace en Madrid y… derriba las primeras páginas de los periódicos. En su segundo, a la búsqueda de la puerta grande, hubo más empeño que lucimiento.
Aguado no desentonó un ápice ni perdió el paso. Elegante, muy sevillanista, pausado, firmó pasajes de indudable torería, desencadenó la competencia en quites por airosas chicuelinas y mató a su primero de excelente estocada. Diría que como matan los más arrojados. Le concedieron dos orejas que le franqueaban la puerta grande, aunque al final, por consideración al maestro Morante que había salido maltrecho y apalizado de la enfermería, los tres espadas declinaron mayores honores, se evitaron el zarandeo y se fueron de la plaza por su pie pero envueltos en una nube de admiración. Por esta vez, expectación correspondida. Lo mejor es que lo vio el mundo entero.