Ya saben los aficionados a los toros a quiénes no tienen que votar en las próximas Elecciones Municipales de Barcelona. No pongamos la cabeza en el tajo para darles gusto a los que quieren medrar en política. Manuel Valls, nacido en la barriada barcelonesa de Horta, después de haber sido ministro del Interior del Gobierno francés dice henchido de gozo y amor patrio, olvidado durante tanto tiempo, que ahora “vuelve a casa” como aspirante a la alcaldía de la capital de Las Ramblas. Por eso seguramente, cuando se le ha puesto sobre la mesa la prohibición de la Fiesta en Cataluña, ha contestado de manera rotunda: “Los toros en Barcelona son un tema cerrado”. Frío, seco y sin despeinarse, pese a que en Francia era considerado como aficionado al arte de Cúchares y asistió a muchas corridas de toros e incluso participó en tentaderos. Y es que estamos siendo coetáneos de la clase política más voluble, venal y ambiciosa de la historia de España. Capaz de renunciar hasta a su partida de nacimiento por un chollo, prebenda o sinecura política.
Poco se podía esperar, de un menda que opta a presidir el Ayuntamiento barcelonés respaldado por Albert Rivera, político de la nueva hornada, que defendió como gato panza arriba la celebración de corridas de toros en la Monumental de la Gran Vía, esquina Puente de Marina, hasta el punto de salir en hombros por la Puerta Grande, acompañando al matador de toros Serafín Marín, natural de Montcada, envueltos ambos en la bandera cuatribarrada y ahora, que tocan a recio, mira para otro lado cuando le hablan de restaurar la Fiesta de los Toros en la Ínsula Barataria de los Puigdemont, Torra y demás ases de la baraja independentista.
¡Pobres de aquellos que crean una sola palabra de estos nuevos políticos que aspiran a un cargo público de relieve!… Porque si para conseguirlo hay que firmar que los que no los voten sean conducidos a la guillotina, no les temblará el pulso lo más mínimo. Estos especímenes de difícil catalogación, cada día nos dan más argumentos para no fiarnos de ellos, porque, como los pollos de granja, se crían en cuatro días y son incoloros, inodoros e insípidos.
Decían los indios “arapajoes” en las “pelis” del oeste de nuestra infancia: “hombre blanco hablar con lengua de víbora”. Tal como los políticos que vendrían tantos años después, capaces de cambiar de piel como las serpientes a poco que les convenga.
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