El impacto fue brutal e irreversible. Directo al corazón, en una tarde que apuntaba a plácida en ese Teruel, que sí existe, y que tantas veces olvidamos. Ahora, dulce ciudad de los enamorados, de los amantes que murieron por amor, ya está en la lista doliente y sangrante de la ley de la Fiesta. Donde todo debe ser verdad, la afición, el toro, el que se pone delante, el dolor, la felicidad, la salida a hombros de la gloria y de la vida. Y la salida a hombros de la muerte. Porque se sigue muriendo de verdad y Víctor Barrio, tan joven, nos lo recordó de nuevo. Una voltereta de un toro mediano, ni grande ni cornalón ni malo ni nada a lo que se le pueda echar la culpa, aunque nunca la culpa será del toro, para que la muerte madrugara tanto en el pecho de un torero. Una voltereta, un buscarlo en el suelo, y de pronto el pitón entra por el costillar derecho y aquel apretón sobre la arena llega hasta los ríos que riegan lo único que no tiene remedio si le apagas la luz: el corazón. Y murió.
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