Tenía un amigo en mis tiempos de redactor de El Noticiero Universal de Barcelona -felices entre otras cosas porque éramos jóvenes-, que solía quejarse del carácter introvertido y poco alegre de los catalanes. Era sevillano el hombre. Sin embargo, pese a que siempre andaba refunfuñando sobre el particular sentido del humor de la gente con la que convivía, no se recataba en afirmar que a él no lo echaban ni a cañonazos de la capital de Cataluña. Al menos mientras el Liceo tuviera abiertas sus puertas, puntualizaba argumentando que él no podría vivir en una ciudad donde no hubiera ópera. Mi amigo no fallaba ni a una sola función en aquellos tiempos marcados por la Callas, la Tebaldi y los inicios de la Caballé, y así siguió hasta que de improviso, de la noche a la mañana, dejó de ir al gran teatro de las Ramblas definitivamente. Naturalmente, aquello nos extrañó sobremanera y un día le pregunté sobre su nueva actitud respecto al “bell canto”.
