Lo que marca la diferencia entre toros bravos y simples cuadrúpedos con cuernos, es algo que no se vende en Carrefour. No son los kilos ni las arboladuras amplias y afiladas, ni siquiera la edad. Es esa condición llamada casta que, tengan el peso y los años que tengan, sean descarados de cuerna o bonitos de cara, obliga a los toros a acometer con fiereza a cualquier cosa que se mueva en el ruedo. He visto algunos -cada día menos- embestir con furia hasta a los papelillos que los mozos de espada echan sobre la arena para saber dónde bate menos el viento. Ese toro necesita que el torero posea buena técnica, suficiencia profesional y cuajo para limarle defectos y obligarle a tomar la muleta por abajo. Por supuesto que eso no es fácil, pero no hay que olvidar aquello de “Ortega principio y fin, el que llevaba los toros por donde no querían ir”. El toro encastado es un animal que suele exigir series de seis o siete muletazos y el obligado de pecho, porque si no le come las zapatillas al torero. Y debe ser “obligado” porque el pase de pecho como trámite, y no digamos en serie, es anodino y absolutamente innecesario en buena praxis taurómaca.
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