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La guardería de Tarragona

Al leer el artículo de don Paco Mora sobre José Félix González, y recordar en éste la guardería de Tarragona y su lucha en esta plaza hasta el final, quizás sensibilizado en estos días, hacen inevitable que afloren recuerdo vividos…

Al leer el artículo de don Paco Mora sobre José Félix González, y recordar en éste la guardería de Tarragona y su lucha en esta plaza hasta el final, quizás sensibilizado en estos días, hacen inevitable que afloren recuerdo vividos.

Volvía de Tarragona conduciendo, era domingo después del festejo, cuando recibí la llamada de José Félix: “Hay que montar una guardería para el domingo que viene en la plaza”. Tardé varios cientos de kilómetros en encajarlo. Estaba en vigor la ley que prohibía la entrada a niños a las plazas de toros en Cataluña. Para nosotros esta prohibición era un puntillazo definitivo para la viabilidad económica de la plaza. Significaba romper con los tour-operadores que nos vendían una media de mil entradas por festejo en excursiones organizadas desde la Costa Dorada. Con el simple hecho de que hubiera un solo niño en un autobús ya se cancelaba.

Hasta entonces no habíamos acatado la ley. Pero nos llegó una multa de la Generalidad de Cataluña de 24.000 euros por haber dejado pasar a menores de catorce años en anteriores festejos ante las cámaras de los reporteros, que se despepitaban corriendo de una puerta a otra para captar el notición y la instantánea del delito: ¡un niño en una plaza de toros en Cataluña!

El martes de esa semana entré en su despacho para comunicarle que ya estaba todo en marcha respecto a la guardería: tramitándose los permisos, una caseta contratada, donde se ubicaba ésta con acceso a baños, una psicóloga infantil, una médico, un guardia de seguridad, las vallas para acotar una zona al aire libre, etc, etc,… todos los requisitos en marcha.

 “Ahora compra capotes y muletas para que jueguen los niños al toro, y una pantalla y un vídeo para ponerles corridas de toros”  “y hay que mandar un comunicado de prensa para denunciar la falta de respuesta de Anoet”, patronal de empresarios, de la que Sarot sería entonces la tercera o cuarta mayor empresa en visar festejos (visado = aportaciones económicas por cada festejo organizado). Teníamos sobre la espalda la multa y la patronal ni siquiera había llamado para un simbólico aquí estamos. Tras el duro comunicado, don Enrique Garza, secretario de la organización, pidió disculpas más veces que avemarías tiene un rosario.

Llegó el domingo y la enésima concentración de jóvenes y no tan jóvenes traídos en autobuses promovida por movimientos políticos se hicieron con los alrededores de la plaza, rodeaban las puertas de acceso, taponaban las taquillas, increpando e intimidando a todo el que sacaba una entrada, no eran demasiados, pero unos ciento cincuenta “valientes” a sus anchas y moviéndose en grupo pesan. Ya había llamado a la Policía Nacional, pero aún no aparecía.

José Félix se había tomado unos días de descanso en Marbella. Y desde allí me llamó para ver cómo iba todo. Una vez descrito el escenario dijo: “Saca el pliego y lee qué es la calle el día del festejo y me llamas”.

“José Félix la acera que rodea el coso los días de festejo se considera parte de la plaza” al devolver la llamada minutos después.

JF: “Reúne a los de seguridad y despéjala”.

Yo: “¡¿Qué despeje la calle?!”, no daba crédito de primeras.

Teníamos contratada a la empresa Seguridad Levantina, junté en la oficina a ocho gorilas cómo rascacielos construidos con más horas de gimnasio que las que se tardaron en levantar el Empire State y les instruí de lo que íbamos hacer. Debió de parecerse algo a la supuesta reunión entre Armada y Tejero en el piso de la calle Juan Gris de Madrid cuarenta y ocho horas antes de la entrada del Teniente Coronel en el Congreso al repetir  “por favor, por favor, vamos a intentar que sea incruento”, “No meter mano a nadie sin consultarlo…”.

José Félix dirigía la operación desde el Puente Romano marbellí. “José Félix, vamos allá”. “¡Con dos cojones, eh?! ¡Dos cojones!” sus últimas instrucciones.

La adrenalina saliendo por las orejas, allí salimos once personas, los ocho de Seguridad Levantina, el señor Olesti con unas Ray Ban puestas, nuestro representante en Tarragona, que tenía cerca de ochenta años y dos dientes que le quedaban, Simón Blaya un colaborador de la empresa y el que cuenta esta historia. Abrimos plaza el Señor Olesti y yo: la tensión en el timbre de nuestra voz: “¡la acera es plaza! ¡la acera es parte de la plaza! ¡salgan de la acera!”. Y nos hicimos con la calle, no era para menos,  los que estaban allí seguramente por un bocadillo y  una propina al ver los uniformados y sus siluetas pensarían que la causa no daba para tanto. También es cierto que salimos de verdad y con todas las consecuencias porque nosotros sí teníamos razones para defender esa acera, defendíamos nuestro negocio, la empresa, nuestro pan y eso se siente… Salvo un amago o amenaza de denuncia de un fotógrafo que al chocar fortuitamente su cámara con mi hombro se golpeó en un ojo, no pasó más.

Cuando llegó la Policía Nacional nos retiramos, el comisario o jefe del operativo (no recuerdo exactamente su rango) en una dependencia de la plaza me llamó al orden por  lo que habíamos hecho. Mientras aguantaba el tirón y le rebatía por la necesidad ante la tardanza en la llegada, José Félix no paraba de llamar, seguro que subiéndose por las paredes por no estar allí. Según le narraba la conversación, para respaldarme y “solucionar la situación”, pretendía que le transmitiera al mando policial “dile que es un hijo de…, que tenemos cojones, que los que no tienen ellos, que los artículos tal y tal de la Constitución…” Yo, como diría el maestro Molés, ejerciendo de joven educado “Sí José Félix, sí José Félix, sí José Félix…” Y luego, por no perjudicarle, navegando.

La guardería funcionó y cumplió su objetivo, veinticuatro niños nos dejaron. A la semana siguiente triplicamos el personal contratado como marcaba la ley según la cantidad de número de niños…

En fin; José Félix González Salas, el último empresario de Tarragona.

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