La semana ha sido un carrusel de feria. Subidas y bajadas vertiginosas. Y en lo alto de la noria el gesto y la gesta de Sebastián Castella, que desplegó en Las Ventas el capítulo más brillante y rotundo de lo que llevamos de San Isidro. Sebastián pudo y debió salir por la puerta grande si el único fallo de su épica no se hubiera centrado en lo más vital: la espada. Pero el francés ha vuelto a demostrar que conoce el caro precio de su independencia, el caro precio de rendir una plaza como Las Ventas, el caro precio de doblegar la dureza de una cátedra hasta convertirla en la más justa si lo que ofrece es verdad. Corazón, cabeza, bragueta y toreo, la cornada fresca y la mente despierta. Castella al que Sevilla trató con desigual justicia, porque su tercera tarde fue mucho más auténtica que las anteriores y no le marcaron la diferencia, sabe que en Madrid si hay verdad en so toreo no hay recelos ni pacateria en la respuesta.
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La tauromaquia abierta
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