La Revolera

Lo que pasó en Córdoba

Paco Mora
domingo 09 de junio de 2013

De ahora en adelante habrá muchos que dirán a sus hijos y a sus nietos: “Yo vi la faena del rabo de Morante en Córdoba”. Tantos que esa plaza debería tener cabida para millones de espectadores, para que fuera verdad...

Dejémonos de milongas. El toreo eterno en estado puro y en su punto máximo de madurez y sabiduría fue obra de Juan Serrano, ese al que llaman Finito de Córdoba. De su capote y su muleta brotó la versión actual del más aquilatado toreo cordobés que hizo vibrar la plaza de Los Califas. Ni un paso ni un gesto de más ni de menos; ni una crispación. Todo natural saliendo de las muñecas de El Fino, como sale el agua limpia y clara de entre las peñas en el nacimiento de los ríos en la alta montaña. Las dos orejas las tenía en la mano y se le fueron por la tardanza del juampedro en doblar.

Lo de Morante fue otra cosa. Fue una explosión controlada e interminable de arte que puso un nudo en las gargantas. Fue algo que sale a borbotones porque necesita desbordarse de vez en cuando para que el toreo continúe siendo eterno. Yo no había visto al de La Puebla así jamás, y he presenciado muchas de sus grandes faenas. Los eternos aguafiestas dirán lo que les plazca, para tratar de ensombrecer lo que fue una auténtica iluminación deslumbrante de la tauromaquia nueva y eterna. La faena de Morante al último de esa tarde del primer día de junio de 2013 en la ciudad que vio nacer a la tauromaquia a Lagartijo, Guerrita y Manolete, fue un hito en la historia de esa catedral del toreo que es el coso de Los Califas.

De ahora en adelante habrá muchos que dirán a sus hijos y a sus nietos: “Yo vi la faena del rabo de Morante en Córdoba”. Tantos que esa plaza debería tener cabida para millones de espectadores, para que fuera verdad que el reventón de Morante lo disfrutaran tantos miles de aficionados. Como ocurrió con la llamada “corrida del siglo” de los victorinos en Madrid. Pero yo sí estaba allí, y no olvidaré que un día de junio se me erizó el vello de todo mi cuerpo viendo al Fino y a Morante impartir dos lecciones magistrales de sus respectivas tauromaquias. Nada de faenas gustosas; una, la de El Fino, de toreo hondo, profundo, magistral e inspirado. La otra, la de Morante, un estallido de arte inconmensurable en la que el artista estaba poseído por un escalofrío que le hacía levitar.

Manzanares no tuvo toros para expresarse y echar su carta sobre el ruedo cordobés, pero también apuntó alto y si se quiere, que se debe querer, repetir ese cartel como “corrida del arte” es indispensable en el mismo. El lienzo donde se plasmó tanta belleza fueron cuatro bonitos y armónicos toros de Juan Pedro Domecq, con el trapío justo y necesario. Lo demás es carne y materia córnea para gorro de vikingo.

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