Alvaro Domecq Romero, Alvarito, y Ana María Bohórquez, Poti, nos han dejado, casi a la vez. Los dos han representado, con categoría y clase, el mundo del toro y el caballo, que es santo y seña del jerezanismo. No nos había dado tiempo a despedir a Rafael de Paula cuando de nuevo Jerez se vistió de luto.
No contaré aquí los muchos logros de Alvarito, sus muchos premios y su carrera como rejoneador de primera línea, ni su mérito al crear la Real Escuela Andaluza del Arte Ecuestre de Jerez. Otros lo están haciendo ya. Sí diré que era un hombre bueno que te contagiaba su amor por el toro y el caballo. Que heredó de su padre el don de la doma hasta niveles de total categoría. Que criaba los toros de Torrestrella, con y sin Los Alburejos, con plena dedicación y mimo. Recuerdo cómo les ponía a los toros música clásica y posaban atentos ante la cámara del artista de la fotografía Agustín Arjona. Precisamente en la presentación del libro sobre Curro Romero, de los Arjona, fue la última vez que pude saludarle. Deja Alvarito un vacío grande en el toro y en el caballo, sus dos pasiones, y otro, más grande aún, entre los que fuimos sus amigos. Quizá Paula le esté esperando para agradecerle el cariño que le mostró en público cuando en un arrebato el gitano se arrancó la coleta en Jerez.
Y Ana María, todo bondad, la dama que no solo destacó en el mundo de la ganadería brava y del caballo, también en el de los enganches donde cosechó importantes éxitos. Siempre discreta pero cariñosa con los más cercanos. Santiago Domecq hereda esa discreción y bonhomía.
En Jerez, en la Bienal, hablamos de la historia de estos apellidos con Fermín, Santi y Juan Pedro, y al poco dos de los representantes de estas familias nos han dejado… al menos dio tiempo, como homenaje, a decirles adiós en este encuentro, aunque su legado ahí queda.

