Un sábado otoñal, cuando el sol estaba en lo más alto, la torería andante y la afición, el planeta toro como dijese el clásico, todos, quisieron perpetuar la memoria de Antoñete, un personaje singular y bien querido, merecidamente bien querido, y le descubrían la escultura que le han erigido frente a la puerta grande de su monumental, su coso y su casa, la misma donde creció siendo un niño de la guerra, en la que aprendió a torear haciendo de toro. Era el preludio de lo que sin duda acabó siendo uno de los días que ennoblecerán definitivamente el toreo moderno, la tarde, fuera nostalgias, que acabaría dinamitando aquello de que todo lo pasado fue mejor.
Lo que vino seguidamente fue otro monumento a la torería, en realidad dos monumentos, mañana y tarde, un lleno y otro lleno. Una plaza dos veces a rebosar como argumento incontestable frente a la intolerancia, con una inmensa presencia de gente joven que recibían a los toreros cual si fuesen dioses. Presagio de que algo especial iba a suceder. Y sucedió, sucedió.
En la matinal Curro Vázquez sintetizó con no más de treinta pases, lo que es la esencia del arte de lidiar toros. En realidad, su esencia. Desgranó con señorío en la apostura y templanza en el quehacer, pasajes inmarcesibles de su asolerada y reconocible tauromaquia, la que le acompañó en su ciclo vital preñada de recursos improvisados y sin embargo ajustados a las exigencias del oponente. Y, naturalmente, hizo que los miles de almas que lo gozaron se pusieran en pie plenos de emoción. Seguidamente los toreros que intervinieron fueron desgranando perlas sueltas que engarzadas compusieron un todo rosario de excelsa torería.
Hubo más, entre la inauguración de la escultura y el festival, un capítulo de heroísmo me llenó de orgullo como valenciano, Román ante un lote encastado y complejo de Victorio Martín, apostó a la mayor y emocionó y qué es el toreo sino emoción. Sólo la mala colocación de la espada le privó de salir por la puerta grande. Un paso más hacia la gloria. Honor a su apasionada entrega.
