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(I) Regularidad

Carlos Ruiz Villasuso
jueves 27 de abril de 2017

Cada día me interesa menos coleccionar tardes de cortesía y corrección pulcras. Espero una tauromaquia de fracasos estrepitosos, de éxitos sublimes, de banderillas negras e indultos, de amotinamientos en los tendidos, de risas, de almohadillas, de nada igual, de una irregularidad natural y distinta.

Miremos la vida: confortable. Predecible. Duermes, comes, caminas, sigues viviendo, como esa hormiga laboriosa que no equivoca jamás rumbo o camino, sin vacilar nunca, ahora adelante, luego girará a la izquierda y luego a la derecha. La rata de laboratorio que a la misma hora empuja su palanca para recibir la ración de maíz. El menú del día del mismo lugar cinco días por semana, cuatro semanas al mes, doce meses al año. Miremos la vida: donde dormir no es para soñar, sino para aislar tanta monotonía llamada vida. Confort.

Hemos pasado de coleccionar atardeceres nuevos, a acumular días iguales, repetidos. Nos perdemos uno y no sucede nada, porque lo podemos contar como el de ayer. Cada noche en que nada nos perdimos porque nos lo podemos contar sin vivirlo, es una lamentable constatación de esa regularidad en la que nos hemos convertido. La vida. Y el toreo. Pasamos de coleccionar imprevisibles a coleccionar tardes similares, de pases similares, de tandas similares, de movilidades idénticas, de comentarios ya comentados y de olés ya gritados.

Hay varias cosas en las que coincidimos sobre el torear: que ha de ser natural, que debe pretender ser arte, que ha de emocionar. Respecto al toro, que ponga la parte que le corresponde para lo dicho anteriormente. Pero, en mi opinión, resulta que esta forma regular, ordenada y ¿perfecta? de torear es la destrucción del arte. Se da por buena la regularidad de las embestidas de los toros, la regularidad de las ganaderías, la regularidad de las formas de torear. Yo no la niego ni la discuto. No la comparto ni la deseo. Hace tiempo que entendí que la regularidad, lo ordenado y la búsqueda de lo perfecto, es el camino opuesto hacia el arte que emociona.

La irregularidad es la base de todo arte. Eso dijo Auguste Renoir. Eso dicen, han dicho y dirán los artistas de cualquier disciplina. No comprendo entonces esa búsqueda insistente de no fallar, de no fracasar, de que ningún público se amotine, una insistente búsqueda de no enojar, de salir al tercio a inclinarse en un saludo. De saludar unas palmas desde el burladero, de pasear una oreja como se pasearía la misma oreja en diez plazas iguales/distintas. Tampoco entiendo esa visión de ganaderos que buscan un toro para que se haga este toreo regular. Porque huimos del incendio, de la ira, del amotinamiento de los públicos. Si respondemos a esta cuestión estaremos respondiendo, en gran parte, a por qué hemos llegado a coleccionar tardes tan idénticas.

Pero es que la regularidad ni es en el arte ni en la naturaleza. En lo natural. Sal a la calle, siéntate en un banco y observa a cada persona, su cara. Cada cual tiene sus rasgos, de belleza, de fealdad… Nunca encontrarás dos flores iguales a no ser una fábrica de flores. Dos pastos verdes que come una misma vaca, jamás son iguales. La naturaleza y lo natural desprecia lo idéntico. En cuestiones de igualdad a veces pienso que, incluso, dos personas no tienen por qué ser iguales en derechos. Una persona que los pelea y los ejerce y los emociona y los apasiona tiene, por naturaleza, más derecho a los derechos que quien, ante un derecho, se encoje de hombros. Un torero igual.

No soy partidario de la tauromaquia que no me sacude de la regularidad, la que no me rescata de la monotonía, la que me hace gritar, saltar, alterarme, cansarme de pasión o de emociones. Cada día me interesa menos coleccionar tardes de cortesía y corrección pulcras. Espero una tauromaquia de fracasos estrepitosos, de éxitos sublimes, de banderillas negras e indultos, de amotinamientos en los tendidos, de risas, de almohadillas, de nada igual, de una irregularidad natural y distinta como el pasto que come una misma vaca en un mismo pedazo de dehesa. Quiero la tauromaquia de la que sólo conozca el “érase una vez…” y que, a partir de ahí, me dé libertad para escribir lo restante. Aunque sea mentira. Sobre todo si es mentira.

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