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Ni Dios

Carlos Ruiz Villasuso
sábado 02 de septiembre de 2017

O tomamos conciencia de que nosotros mismos estamos cercenando al propio toreo, desubicándolo socialmente, haciendo de él algo extraño y obsoleto que se vigila y se premia desde un palco a modo de rey sin corona, o estamos ayudando a que esto sea más de minorías que nunca. No existe reglamento que juzgue un arte, el que sea.

Imaginemos un espectáculo perseguido, en el punto de mira de la prohibición. Imaginemos también un espectáculo que la sociedad desconoce, no comprende y lo considera ajeno a su idiosincrasia. Imaginemos un espectáculo que trata de sobrevivir en esas condiciones y que, además, está en quiebra técnica, con una situación de escaso flujo de dinero. Imaginemos un espectáculo cuya publicidad en los medios generalistas son dos polos opuestos, la muerte de una persona o el éxito de una persona. Si lo imaginamos, lo haremos realidad, pues así está la Tauromaquia.

Nada es imaginación sino realidad y nosotros ponemos los muertos. Los heridos. La sangre. Y ponemos los éxitos. Pero resulta que todo ello discurre, vida y triunfo o fracaso, observando una letra escrita que no atiende a nada escrito en el primer párrafo, ni tampoco atiende al dolor, al esfuerzo, al talento y a la pasión o emoción que genera la Tauromaquia. Esta letra escrita se plasma en unos reglamentos administrativos impuestos por una minoría de poder. Fruto todos ellos del año 1968 como gran antecedente. Reglamento. 1968 en el año 2017.

Los reglamentos pueden aspirar a cuestiones de orden y cuestiones de seguridad y aspectos de fraude. Hasta ahí. No pueden pretender aspirar a más, pues si se internan en valoraciones y percepciones de emociones, de sentimientos, de talentos, son un intruso. Creando un intrusismo intervencionista que concede a un acto administrativo en un actor de juicio de valores. En el caso del toreo, un juicio artístico, una valoración textual de las emociones que provoca el toreo. Y esa aberración, haber concedido el juicio artístico del toreo a un texto que debe regular, administrar, dar seguridad y poner freno a posibles fraudes de uso y consumo, es una de las cosas que nos ha separado de la sociedad.

No somos arte. Y si alguien lo dice, miente como un bellaco. Todo arte expresado en una obra, cuando lo es, jamás es propiedad de nadie, ni siquiera del autor, del artista, porque, una vez acabada, es propiedad de la percepción que de ella tiene el público. Es así y jamás será de otra forma. Un velázquez o un cuadro moderno no es una obra de arte del autor, sino una obra del autor que el público, la gente, el que lo mira, lo percibe como sus emociones le hacen ver. Y de ahí parte su valoración económica incluso.

Las emociones que provoca el arte en sus percepciones son las que la suben o la bajan, el éxito y el fracaso. Los lectores deciden si “El código Da Vinci” tiene éxito o fracaso. Si Harry Potter lo tiene o no. Conceder a las administraciones que decidan sobre ello es una aberración. Pongo dos de los miles de ejemplos en donde crítica y élite minoritaria dictaron sentencia sobre la escasa validez de esas novelas. Porque no eran a modo de su reglamento o visión del arte. Malos libros sin calidad. El público de todo el mundo los situó en el olimpo.

No hagamos nada. Sigamos así. Con un espectáculo al que decimos llamar arte que vive de emociones en público y del público, y a éste, en 2017, le decimos que no se emocione. Le decimos que lo que siente no ha de sentirlo. Que los que saben de verdad de ello son un presidente amparado en un panfleto redactado por una administración. En el año 2017, cuando se debate de forma plural cualquier aspecto que nos incumbe. Los reglamentos son un cainismo arbitrario, insolente y contrario a los deseos de la sociedad mayoritaria taurina y a la sociedad actual de este siglo.

O tomamos conciencia de que nosotros mismos estamos cercenando al propio toreo, desubicándolo socialmente, haciendo de él algo extraño y obsoleto que se vigila y se premia desde un palco a modo de rey sin corona, o estamos ayudando a que esto sea más de minorías que nunca. No existe reglamento que juzgue un arte, el que sea.

No existe ni jamás existirá. Sólo existe en este mundo a la deriva de reflexiones y acosado por una sociedad que no lo comprende. Nosotros estamos levantando muros para que no nos vean. No hay norma, razón o coherencia alguna, que permita detener y frenar la pasión de miles de personas cuando deciden, en conjunto emocional, premiar a Escribano con dos orejas en Bilbao. Nadie tiene el poder de contradecir a la pasión. Ni Dios.

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