La pincelada del director, por José Luis Benlloch

Los salones, tierra de asilo taurino

José Luis Benlloch
martes 28 de noviembre de 2017

Una de las cualidades del aficionado es una memoria selectiva muy generosa, de tal manera que lo mediocre se olvida, lo bueno pasa a ser excelente y lo excelente lo acerca a la leyenda. La suerte del toreo es lo olvidadizos que somos.

De pronto el toreo habita en los salones. Sólo en los salones. Coges el Avance de carteles y no hay ni rastro de un mal festival, de aquellos que ayudaban a echar el invierno fuera y una mano a los que necesitaban ayuda. Incluyo entre éstos a aquellos toreros que precisaban un empujón para saltar a la fama. De un festival salió El Puno en Madrid; de otro dio el salto Joselito en la misma plaza; en un festival se envenenó Pedrés en Barcelona y decidió su vuelta; en un festival Bienvenida y Luis Miguel le pusieron el calorcillo necesario para su última reaparición, la del vestido rosa picassiano; en otro, en Figueras, añorada Figueras, en este caso en homenaje a Mario Gelart, empresario muy querido, Manolo Vázquez se probó para la alternativa de Pepe Luis y dijo adelante; en un festival, éste en Valencia, por venirnos a nuestros días, Ginés Marín cortó un rabo y amarró su presencia en las Fallas al más alto nivel… La lista sería interminable y se extendería por plazas de menor entidad que servían, además -a los festivales me refiero-, para mantener vivos artística y económicamente a muchos toreros que andaban boquerones, es decir monetariamente tiesos y pendientes de una ocasión propicia y también de recordar cómo eran los que ya no toreaban. De acabar con algo tan del invierno y tan torero, de eso se encargó la Administración con su burocracia y sus trabas que los hacen prácticamente inviables. Quitas los festivales, quitas las becerradas, haces imposibles las novilladas y a ver quién le mete mano a las alturas del escalafón. En realidad es una forma como otra cualquiera, una más, de hacer antitaurinismo. Pues en esas estamos, que para dar un festival hay que inventar, cobrar un menú en lugar de la localidad, convertirlo en tentadero que no es lo mismo y/o poner cara de despistado si aparece la autoridad. Ni en tiempos de la ley seca. Pues parecido, ese camino llevamos.

Una de las cualidades del aficionado es una memoria selectiva muy generosa, de tal manera que lo mediocre se olvida, lo bueno pasa a ser excelente y lo excelente lo acerca a la leyenda. La suerte del toreo es lo olvidadizos que somos

Así que el toreo, llegado este momento del año y a la espera de echar fuera las fiestas navideñas, se refugia en los salones como tierra de asilo taurino. No hay más. Tampoco es nada malo. Se trata de una forma de ordenar ideas, de que los aficionados manifiesten pareceres, otra cosa es que se les escuche, de que se sientan protagonistas y útiles. También les permite rearmar el bolsillo y evitar el atoramiento de tanta y tanta feria simplona o, dicho de otra forma, es la manera de retroalimentar las ganas y las posibilidades de ver toros de nuevo. La actividad taurina en los salones de invierno, tan abundante estos días, también permite recordar al mundo que el toreo existe, que nadie lo ha derrotado, que sólo descansa para tomar impulso, pero el invierno se utiliza además, sigo con los aficionados, para magnificar lo bueno, que pasa a ser excelente, y para que lo excelente inicie el camino de la leyenda a la vez que se borra lo malo. Esa es una de las cualidades del aficionado, manejar una memoria selectiva muy generosa. Llegado este momento del año, lo mediocre se olvida y de lo malo se rescata lo positivo, aquello sí eran broncas dicen, como si la bronca en sí misma fuese una hazaña, obviando los motivos de la misma, que pasan a ser secundarios. Hay mil ejemplos sobre el tema, como las espantás de El Gallo, tantas veces añoradas o calificadas de gloriosas; o tardes como aquella de Cagancho en Almagro, tan repetidas por el genial gitano, de las que ahora sólo queda el recuerdo de la viñeta del ratón en el calabozo -¡Las siete y Cagancho sin llegar!-; o la de la lluvia de bocatas y otras viandas que cayó sobre El Cordobés en Pamplona, donde ya no volvió más, sin que nadie mente las inhibiciones de los artistas o cuente, cuando sale el caso, que el Benítez ese día de San Fermín no pegó un pase más allá de acompañar con la izquierda la trayectoria de un bocata que le pasó cerca y aún encrespó más el ambiente.

Ni rastro de aquellos festivales que ayudaban a echar el invierno fuera y permitían mantener vivos a muchos toreros que andaban boquerones de pasta y oportunidades. De acabar con algo tan del invierno y tan torero se encargó la Administración con su burocracia y sus trabas…

Todo ello dicho del lado de los aficionados, porque los empresarios en este tiempo invernal no se inmutan más allá de sus estrategias personales ignorando que el sector necesita de planeamientos colectivos y bien pensados; mientras los matadores se dispersan, de tal manera que salvo contadas excepciones, las figuras sobre todo, dejan plantadas a las buenas gentes del salón sin reparar que le son necesarias y hay que ayudarles a activar sus ganas de ver toros porque el día que pierdan la capacidad de olvidar y reactivarse, adiós toreo y adiós figuras.

Eso es el toreo de estos días, el que se repite todos los años, el que ayuda a que pasadas las navidades, por mucho que hayamos despotricado, andemos como locos por volver a la plaza, por ver a las figuras que no estuvieron en los salones porque no les petó y a los chicos que andan como locos por ser figura. Lo llevamos en los genes. Esa es la suerte del toreo. Lo olvidadizos que somos.

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