La revolera

Félix Rodríguez

Paco Mora
lunes 10 de diciembre de 2018

Merecía Félix Rodríguez el homenaje que le ha rendido José Luis Benlloch. ¿Quién si no se iba a acordar del santanderino-valenciano, o viceversa que tanto da, en el 75º aniversario de su muerte, que el director de esta publicación, que, además de ser el mejor cronista que tiene hoy por hoy la tauromaquia y sus cosas, es tan romántico como aquel fenomenal torero…? Aquel joven le pegó fuego a su vida en la hoguera de una torería que asombró a todos sus coetáneos. Comenzando por el gran Armillita, que cuando le pregunté en el callejón de La Monumental de Barcelona, en la que estaba acompañando a su hijo Miguel, después gran amigo y entonces novillero que seguía la huella de su padre, “El torero más grande que usted conoció en su larga carrera debió ser Joselito El Gallo, ¿verdad?”; me respondió inmediatamente: “No; Joselito era muy bueno, pero el mejor torero que yo he conocido se llamaba Félix Rodríguez”. Y me contó una serie de cosas que revelaban en aquel torero un personaje singular e irrepetible. Para terminar recordando con los ojos semientornados: “Aquel no era un torero, era un sueño vestido de luces”.

Decían que inventó el whisky. Y si no lo inventó le dio carta de naturaleza, porque en una época en que primaba el vino tinto él se entendía con el escocés de maravilla. Era un guapo mozo, un tipazo, al que se rifaban las mujeres por su simpatía y desenvoltura. Un auténtico “echao palante”. Las mujeres se le rendían y una artista del circo Krone le rindió a él. Estuvo enfermo mucho tiempo, luchó por la vida que tanto le gustaba exprimir, y entre altos y bajos, entrando y saliendo del hospital para tratar de curarse aquella enfermedad maldita, y con muy pocas facultades ya, siguió toreando; y así y todo daba la talla de su extraordinaria categoría torera.

Tenía que recostarse en las paredes de los patios de caballos para mantenerse en pie antes del paseíllo, y a veces lo hacía entre náuseas y mareos porque el cuerpo apenas le aguantaba ya. Pero pese a su angustiosa situación, me decía Armillita, “cuando salía el toro se le olvidaba el dolor y por poco que te descuidaras te daba un auténtico baño. Porque aquel hombre tenía un volcán en el pecho. Era todo corazón y torería”. Lo mató la vida, una vida a la que no le dio tregua en su afán de vivirla a tope. Gracias José Luis, por recordarnos con tu prosa maestra a aquel tremendo personaje.

Síguenos

ÚLTIMAS NOTICIAS

Cargando
Cargando
Cargando
Cargando
Cargando
Cargando
Cargando
Cargando