La revolera

Una historia para no dormir

Paco Mora
sábado 22 de junio de 2019

Ayer tarde, después de visionar por televisión la primera de las “sanjuaninas” de Alicante, decidí consultar con la almohada los porqués de que, tras el largo serial de Las Ventas, la corrida de “la terreta” me había parecido un espectáculo menor ¿…?

Tras muchas vueltas en la cama creo que he dado con el “quid” de la cuestión. No es porque los toros de Madrid anduvieran por los seiscientos kilos y algunos los sobrepasaran, ni porque lucieran cornamentas descomunales, y los que pasaportaron López Simón, Ginés Marín y De Miranda apenas alcanzaran los quinientos cincuenta de romana, y sin exageraciones corneas. Los del Parralejo embistieron en general y uno de los matadores abrió la Puerta Grande y los otros dos fueron aplaudidos en sus faenas y el de Barajas también tocó pelo. Sin embargo, al terminar la corrida, yo notaba en mi ánimo de aficionado que me faltaba algo.

Ahora sé lo que me ocurrió; estaba todavía contaminado por la “torá” del serial isidril. Y eso que siempre he pensado y escrito que los toros deben salir con cuatro años y cinco hierbas y entre los 480 y los 550 kilos, pero bravos, fuertes y encastados, con movilidad y fuerza para aguantar los dos puyazos en las plazas de primera. Si uno, que tiene ese concepto del toro bravo, se queda como si le faltara algo a un encierro como el de Alicante, después de llevar al coleto varios miles de corridas desde que a los diez o doce años comenzó a ir a los toros, no es de extrañar que los aficionados de nuevo cuño salgan decepcionados de la mayoría de las plazas del circuito taurino.

He llegado a una conclusión. Que o los ganaderos se afanan en criar un toro bravo, que salga arremetiendo contra todo lo que se mueve con auténtica fiereza –llámenle bravura y casta si quieren- de tal manera que los que se visten de luces vuelvan a ser los héroes de la tarde, o a esto se le viene encima una crisis de no te menees.

La solución no está en los mastodontes con cuernos de ciervo y más de seiscientos kilos, ya que el toreo se convierte con ellos en un espectáculo basto y cruel, carente de arte y ayuno de gracia. Cambiar bravura, casta, fuerza y duración por grasa y cornamenta, acabara convirtiendo el toreo en algo más feo que pegarle a un padre con un calcetín sudado a media noche. Con unos espectadores que estarán más cerca del sadismo que de la afición al arte de la Tauromaquia

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