REPORTAJE

¡Toro a la fuga!

APLAUSOS repasa los casos más célebres de toros escapados a lo largo de toda la historia taurina
Marcos García Ortiz, Juan Cristóbal García y Ángel Berlanga
jueves 31 de octubre de 2019

La Setmana de Bous de Algemesí de 2019 será recordada por los triunfos de los toreros, pero también por haberse escapado el novillo Gordo, de la ganadería de Alejandro Talavante.

Como ya se contó en APLAUSOS, el novillo había sido devuelto a los corrales por sus problemas de visión, momento en el que rompió el vallado y se escapó de la plaza.

Puede parecer un hecho insólito, pero si rastreamos en la historia podemos ver casos parecidos en otras poblaciones. Estas situaciones debieron ser relativamente habituales sobre todo durante los siglos en los que los toros eran trasladados del campo a la plaza por los caminos de trashumancia. La implantación del cajón y el transporte por ferrocarril a partir de 1863 disminuyó el peligro pero no consiguió eliminarlo.

Toros escapados de plazas o cercados ha habido muchos y la prensa ha ratificado históricamente este hecho ancestral que ha dejado huella en la hagiografía y en tradiciones populares.

La vida de algunos santos ha recogido situaciones de toros escapados que fueron amansados por la intervención del propio santo.

Es el caso del patrón de los toreros, San Pedro Regalado, que debe su patronazgo a un episodio sucedido en Valladolid en torno al año 1440. Según la tradición popular -este episodio no figura en su expediente de canonización-, el santo marchaba desde El Abrojo hacia Valladolid cuando se cruzó con un toro que le acometió y al que, con un gesto, ordenó que se detuviera, a lo que el astado obedeció. Con el toro parado, el santo le dio la bendición y le ordenó que se marchase sin hacerle daño a nadie.

Situaciones muy similares se cuentan de San Francisco Solano, San Ataúlfo, San Juan de Sahagún y Santa Teresa de Jesús.

La Leyenda de El Cid

En muchos casos la leyenda ha ido aderezando el relato de los toros escapados mezclando realidad y fantasía. Es el caso de uno de los primeros toros escapados, un animal que fue alanceado junto a la Plaza de la Paja. La leyenda asegura que se trataba del mismísimo Rodrigo Díaz de Vivar “El Cid”. La cabeza disecada del toro se colocó en una calle cercana y cada día, cuando caía la tarde, a la hora en que había muerto el toro, se escuchaba un fuerte mugido que salía de la cabeza del toro, lo que generó un gran temor entre los que transitaban la calle y los vecinos. Más tarde se desveló la verdad, era un joven el que cada día emitía el enigmático sonido mediante un cuerno a través de un agujero de la pared. Esa calle pasó a llamarse Calle del Toro.

A Santa Teresa se le atribuyen dos encuentros con toros. En uno de ellos, la santa formaba parte de una comitiva que iba a fundar un convento. Cuando estaban en Medina del Campo, se cruzó en su camino un toro que se había escapado de la manada y que se dirigió a la santa quien, con un simple gesto con la mano, lo detuvo.

Otro episodio se produjo cuando se dirigía a fundar un nuevo convento en Duruelo de Blascomillán -Ávila-. Para su financiación, acudió al terrateniente de la zona, que quiso ponerla a prueba y mandó a su caporal que le apartara los dos toros más fieros con la condición de que si los uncía bajo el yugo podía fundar allí el convento. Por supuesto, Santa Teresa lo consiguió y aquellos toros marcaron con el arado los surcos sobre los que establecieron los límites del nuevo monasterio.

Estas escenas de encuentros con toros por el campo debieron ser reales en la vida rural española durante los siglos pasados y dejaron un miedo permanente en el inconsciente colectivo.

Sospechamos que estas situaciones protagonizadas por santos fueron atribuidas posteriormente y sin base histórica, lo que explicaría que en diversas fuentes no figure.

También a diversos toreros se les han atribuido episodios similares a los protagonizados por estos santos, como es el caso de José Delgado “Pepe-Illo”, quien, según su banderillero Manuel Herrero “Ojo gordo”, estoqueó un toro escapado en la calle Lombardo de Sevilla. El Chiclanero hizo lo propio en una calleja de Santander, Curro Guillén en Sevilla o Cúchares en Almendralejo.

José María de Cossío asigna al propio Pepe-Illo un episodio parecido en Calatayud, ciudad en la que también se le atribuye a Francisco Montes “Paquiro” otra intervención salvadora.

Luis Segura y el falso accidente en la Plaza de España

Madrid. Plaza de España. Viernes 9 de marzo de 1973. Cinco de la tarde. Un novillo se escapa del camión en el que era transportado al coso de Vistalegre, la alegre Chata carabanchelera. El madrileño Luis Segura, entonces veterano matador olvidado por las empresas, empuña muleta y espada y tras dar unos pases entra a matar. Pincha en la primera entrada, pero agarra los blandos al segundo viaje y acaba con el novillo. El diestro, que llega incluso a ser volteado, es trasladado inmediatamente en un taxi para recibir asistencia médica. La rapidez con la que Segura había entrado en escena levanta pronto sospechas. Poco después, tras las correspondientes pesquisas policiales, se confirman los primeros presagios: todo ha sido un montaje publicitario organizado para reflotar la imagen y la carrera del diestro, en horas más que bajas en aquella época a pesar de las grandes esperanzas que levantó entre los aficionados a finales de los años cincuenta.

Everildo Segura, hermano del diestro, se declaró único culpable de la imprudente y peligrosa acción, tratando de evitarles problemas tanto a su hermano como al fotógrafo Jacinto Hernández -encargado por la “organización” de plasmar instantáneas de la “hazaña” para, después, venderlas y darles difusión en los medios- y al conductor del camión, con quienes estaba compinchado desde el primer momento.

“Cuando paramos en el semáforo de la Plaza de España vi el momento oportuno”, relató Everildo en una nota privada enviada a la agencia Cifra. “Quité los pasadores del cajón, bajé los travesaños, bajé la trampilla del camión y levanté la trampilla del cajón. A continuación, le dije al conductor que arrancara, lo que permitió que el toro quedara libre, en la calle”, publicó ABC, periódico que se hizo eco de la cita nota.

Aunque en un primer momento tanto el conductor como el fotógrafo fueron los únicos detenidos, pues los hermanos Luis y Everildo se mantuvieron unos días en paradero desconocido, lo cierto es que al final Luis Segura acabó siendo detenido, juzgado y encarcelado en la prisión madrileña de Carabanchel, de donde salió poco tiempo después.

Azares de la vida, Luis Segura murió víctima de un infarto toreando un festival en Valdemorillo en febrero de 1975, menos de dos años después de protagonizar una maniobra incalificable que pudo haber causado un auténtico desaguisado, especialmente teniendo en cuenta la cantidad de niños que a esas horas jugaban por la zona.

El 11 de abril de 1858 también se escapó por las calles de Madrid el toro Monterilla, del Marqués de Saltillo. El burel hirió a dos personas y mató a un estudiante. También en la capital, el portero del Ministerio de Marina recibió la Cruz de Beneficencia por matar a tiros en la calle de Bailén un toro de Vicente Martínez que se escapó la noche del 29 de marzo de 1877 y recorrió las calles cercanas a Palacio e hirió a seis personas. Antonio Sánchez, tabernero, torero y pintor -no confundir con El Tato-, también lidió en Madrid un toro escapado en la plaza de Tirso de Molina. Cuentan que lo siguió hasta la plaza de La Cebada y allí con dos pases, estocada y descabello, acabó con él para júbilo de los presentes, que le entregaron la oreja del toro y le llevaron a hombros.

Otros hechos históricos han sido ornamentados posteriormente con historias novelescas. En Valencia en 1884 un toro causó el pánico en la calle Quart. Posteriormente, el relato de este hecho fue adornado con una dama en apuros -Rosita Lluch- a la que salvó oportunamente Joaquín Sanz “Punteret”. Según la tradición, la muchacha propició una rivalidad amorosa entre Punteret y Julio Aparici “Fabrilo”.

Pero el suceso más relevante que vivió Valencia se produjo cuando los toros de la Feria de 1876 acababan de llegar a la ciudad por ferrocarril. El ganado de Antonio Hernández estaba siendo descargado del vagón cuando uno de los toros, llamado Vinatero, rompió el cajón y salió a la estación de tren. Allí mató a un caballo, hirió a otro y corneó a un empleado.

Pudo haber sido mucho peor, pero en ese momento se apeaba del tren Antonio Carmona “Gordito”, contratado para la Feria, que cogió el chaqué que llevaba e improvisó una muleta con un bastón. Con ese engaño, consiguió entretener al toro hasta que llegaron los cabestros que lo condujeron a los corrales de la plaza. Dos días después, Gordito mató a este toro que, por cierto, resultó muy bravo.

Fue este el suceso más famoso hasta que en 1928 un toro se escapó por el centro de Madrid. Dejó varios heridos en su recorrido hasta que llegó a la Gran Vía, donde la casualidad quiso que por allí se encontrara Diego Mazquiarán “Fortuna” acompañado de su esposa.

Rápidamente, entretuvo al toro usando su abrigo a modo de capote y pidió que le trajeran un estoque de su domicilio. Una vez armado, mató al toro de una estocada y un golpe de descabello ante el clamor del improvisado público que contemplaba la increíble escena.

Ese mismo año un toro escapado llegó a la glorieta de Atocha causando varios heridos. Un guardia civil desde un taxi le abatió de un tiro.

El encierro de San Fermín también ha vivido sucesos parecidos. En 1898, por un deseo de venganza contra el ganado sevillano de Concha y Sierra, unos individuos provocaron que los toros se desmandaran en el encierrillo. Cinco fueron capturados cerca de Pamplona, pero uno huyó hacia Irurzun y anduvo libre varios meses hasta que finalmente fue abatido por la Guardia Civil.

Otro toro se escapó la víspera de ser lidiado en 1917. Estuvo toda la noche por el río Arga y finalmente fue llevado a los corrales del Gas una hora antes del encierro matutino.

Pero el suceso más recordado fue el que se produjo el 8 de julio de 1939, cuando el toro Liebrero, de Sánchez Cobaleda, rompió el vallado del tramo de Telefónica y sembró el pánico por las calles de la ciudad antes de que fuera abatido a tiros. Este incidente propició que poco después se instalara un doble vallado.

Estos sucesos ayudan a que el temor atávico a encontrarse un toro desmandado en el campo o en la calle permanezca aún hoy. Este temor debe haber sido consustancial al hombre, por lo que lo ha incorporado al folclore popular, así como también el miedo a otro animal como es el lobo y cuya presencia permanece en cuentos, leyendas y refranes.

La figura del toro ha dejado su huella en todos los ámbitos de nuestra cultura, como en historias locales y en relatos hagiográficos en los que la intervención del santo ha sido decisiva para una feliz resolución.

La heroicidad atribuida al santo pasó después al torero por ser el prototipo del héroe popular. Posiblemente, algunos sucesos no existieron, pero otros están documentados y las intervenciones salvadoras de los toreros son parangonables a las atribuidas a los santos.

Afortunadamente, estas situaciones son cada vez más excepcionales, aunque casos como el de Talavera de la Reina en 2015 o los cercanos de Algemesí y de Tales, ponen de actualidad este temor ancestral.

Una rocambolesca noche por las calles de Sevilla

El 6 de marzo de 1897 un toro se escapó por las calles de Sevilla. El toro pasó por la calle en la que vivía Enrique Vargas “Minuto” que, viendo la peligrosa situación, bajó a la calle armado con estoque y un delantal de su criada y acabó con él. Así lo relataba la revista Pan y Toros:

“Un diestro tan pobrísimo de estatura, como sobrado de coraje y nobles sentimientos, cual sucede a Minuto, estoqueando en la vía pública un toro de seis años y kilométricas astas, a las tres de la madrugada, y casi en ropas menores, es un suceso tan realmente extraordinario, que así, a primera vista, parece algo inverosímil, y sin embargo, nada más cierto.

El caso ocurrió de la siguiente manera, según lo han referido testigos presenciales, pues yo no tuve la fortuna -que hubiera deseado aun á cambio del sustazo consiguiente- de ser espectador en tan originalísima función taurina.

Los diestros sevillanos Minuto, Bonarillo y Capita, acompañados de algunos amigos, retirábanse a sus casas a descansar. Después de despedir al primero de ellos en el Compás de la Laguna, en cuya casa número 4 tiene su domicilio, continuó la reunión hacia la calle Harinas, entrando a tomar unas cañas en la taberna llamada de Los Caracoles. Disponíanse los amigos a salir, cuando fueron sorprendidos por tal alboroto de gritos, carreras y silbidos, que les hizo suponer que algo extraordinario debía ocurrir por allí cerca.

Apresuráronse a conocer el origen del escándalo, y apenas hubieron desembocado en el Compás, notaron con espanto, que un magnífico toro -de noche todos los gatos son pardos- se venía hacia ellos, pronto como una exhalación.

El grupo se dispersó lo mismo que un puñado de trigo arrojado al aire, y quien logra un quicio en la obscuridad, quien de un salto escala una ventana, quedó el Compás limpio, ni más ni menos, que cuando sale un toro á la plaza echando toreros al pajar.

Sólo permanecieron Capita y Bonarillo, que, chaqueta en mano, comenzaron a quitarse las furiosas cornadas con que el animalucho pretendía agujerearles la piel. En un momento quedó hecha pedazos la americana de Bonarillo.

Como esto ocurría ya frente a la casa de Minuto, Bonal empezó a dar a éste grandes voces, pidiéndole arrojara un capote de torear.

El pequeño torero, que al estruendo se había podido dar cuenta de lo que ocurría, asomóse al balcón y gritando: “Toma eso, que para allá voy yo”, arrojó un envoltorio que resultó ser un zagalejo y una colcha que Paco y Capita se apresuraron a recoger y utilizar como defensa.

En este instante, redobló el cornúpeto con tal presteza y furia sus ataques a Bonarillo, que éste se vió alcanzado contra la pared, y un disgusto gordo hubiera ocurrido, si Capita, con tanta oportunidad como arrojo, no hace el quite agarrándose a la cola del animal.

Como un relámpago se apareció Minuto en el improvisado anillo.

Con la cabeza, al aire, en los pies unas zapatillas en chancleta, sin más ropa que la interior y unos pantalones a medio abotonar, y empuñando estoque y muleta, fuese a la cara del animalucho el bravo torero, y con verdadera frescura (¿quién no se siente fresco á las tres de la madrugada, en mitad de la calle y casi en ropas menores?), libró el primer hachazo con un gran pase de pecho, al que siguieron otros varios, resbalando en uno y cayendo el diestro al suelo, por lo que dio ocasión a un oportuno y valiente quite de Bonal.

Aprovechando un momento de quietud de la fiera, Enrique se echó el estoque a la cara, y entrando a herir con todos los reaños, como si lo hiciese ante el público más severo, sacudió tal linternazo al animal, que éste, después de tambalearse un momento, cayó para siempre redondo como una pelota.

La algazara no tuvo entonces límites, y mientras se buscaba un carro que condujera los restos del cornúpeto a la casa-matadero, fueron descendiendo de sus localidades los espectadores, y aunque no sin precauciones, acercáronse á Azafrán -que así se llamaba el cornudo- para contemplarlo más de cerca. Uno de ellos (de los espectadores, ¿eh?) tomó varias medidas a la cabeza de la res, mereciendo consignarse la anchura de pitón á pitón, que era de noventa y seis centímetros.

Dícese que la cabeza, mandada ya disecar, figura en el curioso museo taurino de un conocido aficionado de esta capital que ejerce un cargo importante en esta Delegación de Hacienda.

Omito las ocurrencias y chistes que se han hecho á costa de esta original corrida porque se haría interminable este relato. Sólo diré para concluir que el suceso ha sido el tema de todas las conversaciones durante los pasados días, haciéndose comentarios muy favorables de los nobles sentimientos que adornan á los citados diestros, pues con su arrojo han evitado probables desgracias, dado el número de personas, no del todo escaso, que á esas horas permanecen en las calles, y la fiereza y agujas del morito”.

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