La primera vez que sonó un teléfono móvil en la Maestranza -al aparato un señor de vuelta de la feria- temblaron los cimientos del templo. Toda clase de improperios. Fue hace veinte años. ¡Hasta dónde vamos a llegar...! Se ha llegado, de momento, al punto en que, en toros últimos de corridas largas y con la luz eléctrica ya encendida, los flashes de los teléfonos inteligentes parecen fuegos artificiales mientras monta la espada el matador. En Sevilla y lejos de Sevilla. La primera vez que se oyó a un taurino, a un ganadero o a un torero decir que un toro había servido, lo mismo. “Servir” un toro. “¿Y eso qué es, qué es eso…?” Pues se ha sabido que eso es hasta un logro de la genética, que no en veinte sino en treinta años ha ido moldeando y modulando la antigua e inhóspita fiereza hasta licuarla, sublimarla y hacerla luego gaseosa. Y entonces procede la expresión. Que un toro se deja, que sirve. Son casi la misma cosa. Entre los que sirven y se dejan hay múltiples matices. No todos los toros que sirven se dejan de la misma manera. Ni todos los que se dejan, que son infinitamente más que los que no, sirven necesariamente.
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