La “victorinada” de esta tarde no ha tenido nada que ver con la “corrida del siglo” que se recuerda como un hito en la plaza de Las Ventas de Madrid. Ni siquiera con las célebres “alimañas”...
La “victorinada” de esta tarde no ha tenido nada que ver con la “corrida del siglo” que se recuerda como un hito en la plaza de Las Ventas de Madrid. Ni siquiera con las célebres “alimañas” que se comían la muleta por abajo con inusitada furia, pero que si se les presentaba batalla de poder a poder eran capaces de encumbrar a un torero. Los “victorinos” de hoy han navegado entre lo ilidiable por mansedumbre y lo imposible por sus instintos criminales. Los dos últimos, auténticos asesinos del Soho londinense con un puñal en cada mano, sin lidia posible. El quinto, en los estertores de la muerte, ha hecho carne en el puntillero Manolo Rubio de la cuadrilla de Ferrera, intentando desesperadamente, con una maldad casi humana, acabar con él. Tanto Uceda Leal como Ferrera y Aguilar bastante han hecho con salir andando de la plaza. No había para más.
Pero ha habido hoy en Las Ventas algo mucho peor que la peligrosa corrida del ganadero de Galapagar. Un sector del público, que no toleraba con sus gritos y protestas que los matadores les dieran a semejantes fieras la lidia que merecían, que no era otra que un macheteo por la cara y despenarlos a la mayor brevedad. Esos espectadores, a los que me niego a considerar aficionados, porque con su comportamiento se colocan a peor nivel que los detractores de la Fiesta, han llegado a cometer el desafuero de despedir con una ovación en el arrastre al criminal espécimen lidiado en quinto lugar. Palmas que seguro llegaban adonde estaba siendo atendido Manolo Rubio, de un cornalón en el muslo y de una pierna destrozada, que, cuando era conducido a la enfermería, le colgaba girando sobre sí misma como si fuera de trapo.
Uno comprende que haya aficionados que estén del lado del toro –como decía el Gallo, “hay gente pa to”- y no les interese el torero, pero al menos, si les gusta el espectáculo taurino del siglo XIX, que acepten la lidia de la fiera corrupia como la lidiaban los coletudos de entonces, y no exijan que el torero se ponga bonito delante de esa alimaña que tanto les gusta a ellos. El “panem et circenses” es cosa de otra época. Ahora el toreo es un arte que, como todas las artes, debe elevar los espíritus y en ningún caso embrutecerlos.
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Panem et circenses
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