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Paquirri redivivo y Román desatado

El toreo son emociones o no es nada. En todo caso sería un paripé ñoño y ayer hubo momentos de tremenda congoja que lo justifican, arranques en los que a los hombres parecía no importarles la vida. Eso es ser torero, eso es lo que hace diferentes a esa gente y lo que llega directamente a los corazones y validan el precio de las entradas. Luego si quieren nos metemos en disquisiciones sobre técnicas y estilismo, está bien, anima las tertulias, pero si antes no se te ha encogido el alma es poco menos que marear la perdiz. Ver a Cayetano arrodillado en tablas para arrancar la faena al toro cuarto, un tren de casi seiscientos kilos y no solo arrodillarse sino ir un tranco más allá y templarlo con los riñones metidos y la cintura rota, como si sujetase una tempestad hasta lograr que amainara -¡me importa un carajo lo que pase!, parecía decirse-, ante eso te tienes que emocionar o no tienes corazón. Fue uno de los momentos cenit de la tarde que interpreté como el mejor homenaje a su señor padre, el gran Paquirri, que en las ocasiones como la de ayer sacaba a pasear la raza y le plantaba cara -aquellas Fallas de 1979- en ese mismo terreno a un torrestrella que se lo quería comer. Ni que decir que el primer Paquirri ganó aquel pulso que quedó en la memoria de los aficionados como quedará el de ayer a poco que uno sienta el toreo como fue siempre.

Otro de los grandes momentos de la tarde lo firmó Román, que sigue creciendo sin traicionarse, es decir, sin ahorrar arrojo. Algunos pueden señalarle de inconsciente, pero no seré yo quien le reste un ápice de mérito. Había cortado una oreja en su primero, estaba por tanto a otra de redondear la tarde y volver a ver la calle Xàtiva desde las alturas de los costaleros, así que visto lo visto con el arranque de faena de Cayetano decidió dar una vuelta más a la rosca de los emociones y se fue a los medios. Si Cayetano arrancó contra las tablas él se fue a la boca de riego -donde al menos estuvo en tiempos- y desde allí citó al montalvo, seiscientos kilos de montalvo nada menos que se arrancó como exprés. Lo aguantó con serenidad y torería, uno, dos, tres, cuatro derechazos de trazo largo y tiempo dormido, la plaza bramaba porque había motivos y porque era Román, que es un poco de todos, pero Román imprevisible y ambicioso le debió parecer poco y rizó el rizo de querer pasárselo por la espalda, algo así como jugar a la ruleta rusa y… y no hubo suerte o sí porque la osadía pudo costarle cara -si a un hombre le arrolla un tren es de tener suerte poder irse a casa andando-, pero para entonces la plaza era un hervidero de emociones y si hay emoción está todo dicho.

Buena entrada

Fueron los dos grandes momentos de una tarde, que tuvo mucho más contenido. Una buena entrada y si hay entrada hay vida por mucho que los agoreros digan lo que digan. Fue tarde primaveral que para quienes conocen la feria es noticia de lo más grata. Se lidiaron toros de Montalvo bien presentados, con arrobas y cuajo, conjunto de juego variado: molesto el primero que se hizo el amo en banderillas y tuvo tantas complicaciones como excusas; tuvo nobleza el segundo, al que pegaron en exceso en la primera vara, digamos que sin motivos y acabó apagado; bruto y sin clase el tercero; excelente el cuarto al que para ser cumbre le faltó un poco más de duración y es que hoy día, lo reconozco, pedimos el cum laude; algo parecido ocurrió con el quinto, buen toro también; y fue manso de libro el sexto que acabó huyendo de Marín como alma en pena, dando pie a la situación más antinatural en la que el torero corre detrás del toro pidiendo pelea.

La espada de Marín

No sería justo olvidar a Ginés Marín al que la suerte le negó la mayor en el sorteo. Nada que consiguiese menguar su crédito: mató a los dos de soberbios espadazos e hizo en los dos lo que cabía hacer -y más- y lo que se espera de un lidiador. Abrevió lo justo -para qué insistir- ante el brusco y deslucido tercero y persiguió por toda la plaza al sexto al punto de robarle unos muletazos encerrado en tablas allá por toriles -el cubil de los cobardones- hasta que el manso volvió ancas y se fue con su música de cencerro a otra parte.

La tarde contó con el vientecillo marceño que tanto molesta a la lidia que por esta vez fue soportable. Hubo ovación a las cuadrillas en cuanto arrancaron el paseíllo, había ganas de toros, se notaba; decirles que Cayetano lució un precioso capote de paseo de su padre, un lila y oro que no morado, quede claro, que obligaba de entrada (y tanto) a que adoptase la postura arrojada que adoptó; la banda sonó con oportunidad; Cayetano ordenó intercalar las banderillas con los colores de la bandera de España con los pares vestidos con los de la señera; y al final la afición se fue de la plaza con la sensación de haber aprovechado la tarde.

La crónica no estaría acabada si no dijese que a Cayetano le pidieron con fuerza la segunda oreja del toro cuarto al que después de tan emocionante arranque, lo toreó con templanza en una faena que cerró muy al estilo paterno, unos molinetes de rodillas y una estocada hasta los gavilanes en cuyo encuentro se dejó un girón de la taleguilla.

Román puso alma, corazón y vida en todo cuanto hizo, a su primero lo mató de excelente estocada que fue como si limpiase su mente de malos recuerdos y al segundo de pinchazo y media; y Ginés Marín confirmó además de su capacidad lidiadora que sigue siendo el as de espadas.

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Paquirri redivivo y Román desatado

José Luis Benlloch

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