En el apogeo de la pleamar manzanarista, donde los ríos de gentes de Antonia Díaz alcanzan la calle Arfe, vértice laberíntico y moruno de la Puerta del Arenal, resuenan los choques de vidrio y gin, apreturas de fiesta, muchedumbre en trance festivo, movida juvenil y glosa senequista, muchas horas después del gran suceso se sentía la gloria de un torero. Así es Sevilla. Un amigo, buen aficionado, impecable el terno, perfecto el nudo de la corbata, pedigrí reconocido, ni una mota en el lustrado de los zapatos, lo que corresponde a los días de feria -a Sevilla a los toros se va vestido o te falta algo- me espetó a cuento de una crónica que publiqué en Las Provincias: ¡Que sepa, amigo Oselui, que el rey de Sevilla es Morante! Educación en la discrepancia. Aceptada por tanto. Entendida. Es lógico. La fidelidad regia no se razona. Si uno es morantista debe serlo hasta la muerte. Y más en Sevilla, aunque el de la Puebla no anduviese fino, aunque las musas no hayan viajado en su cohorte, fundamentalmente porque siempre queda la esperanza de que estén de camino.
Aceptada pues la observación. Hasta entendería que otros tuviesen otras fidelidades por mucho que no tuviesen musas en su cohorte. En cualquier caso, por ahora, para la gran mayoría, plebiscito popular contundente, el rey de Sevilla es un alicantino. Y las guerras de sucesión son sólo cuestión del futuro.
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