Los siete primeros festejos de San Isidro sumaron entre el 6 y el 12 de mayo casi una tercera parte del abono. Visto y no visto. De repente, y sin abrir apenas boca, había volado un gran pedazo de tarta. Cinco corridas de toros: treinta toros. Una novillada y una de rejones. Ninguna de las cinco corridas pudo ser de un solo hierro. Por muy diversas razones. La de Toros de Salvador Domecq que abrió la serie, de hechuras llamativamente desiguales, estuvo a punto de jugarse completa pero el último del sexteto, 600 kilos al galope de salida, se derrumbó tras un puyazo y entró en liza un sobrero cinqueño de Navalrosal.
Rafaelillo dio con la fórmula de enredar, sujetar y gobernar a ese toro de Dolores Aguirre que fue el campeón de la primera semana. Sin demasiada competencia, por cierto
En la muleta, el toro clásico de Atanasio es una caja de sorpresas y, en ocasiones, una moneda al aire: de una tanda de doblones lo mismo puede salir escarmentado, avisado y protestando que domado como por ensalmo y entregado con toda la docilidad que consiente la casta fiera
Bien pensado, encaste Domecq y encaste Atanasio, unidos los dos por su procedencia de un tronco común -el del Conde de la Corte-, han pasado a ser a su manera antagónicos
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