Por supuesto que toro, torero y público, son la esencia de la Fiesta. Con esos tres elementos, basta y sobra para la existencia del hecho taurino. Pero para que el toreo adquiera toda su grandeza necesita ser reconocido como arte e inscrito como tal en el Ministerio de Cultura. Y a partir de ahí, una imprescindible vertebración artística, social y económica que hoy por hoy brilla por su ausencia. Nada que ver con el toreo como negocio, que en ese aspecto sí que disfruta de una buena organización, sobre todo en lo que respecta al reparto de los beneficios entre los empresarios, los toreros -sobre todo las figuras de primera fila-, los ganaderos y también el fisco, que se lleva la parte del león. La voracidad fiscal no le suele fallar a ningún gobierno sea de la ideología que fuere. La flor y nata del toreo ha dedicado parte del invierno a visitar políticos y gobernantes, dejando tras ellos una evidente estela que demuestra que los que los que hoy se visten de luces no son ya los míticos hombres de bronce ni los aventureros que viajaban en diligencia, con el trabuco sobre las rodillas por si aparecían los bandoleros de cualquier sierra más o menos Morena. Pero todo ha quedado en fuegos artificiales de palabras y fogonazos fotográficos.
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