Sonidos. Nos acompañan toda la vida. Tanto que llegan a ser referencias vitales. Y no todos son iguales, tienen rangos diferentes. Los hay que molestan. De esos hay muchos, de ahí, supongo, que se inventaran eso de la contaminación acústica. Los peores vienen nacidos en la maledicencia. Puta envidia e incapacidad del emisor. Fruto de la frustración. Habitualmente gremial. Son las peras mentales de los mediocres. Pobres. En cualquier caso no interesan. No son los que mueven esta columna. Me quedo con los sonidos que pellizcan el corazón. Los que hacen mella. Cada cual tendrá los suyos. Si hablase por mí, guardo muy hondo y de muchos años el grito de la México cuando arranca el paseo a la vez que suena el Cielo Andaluz. Empiezo por ese porque viene muy a cuento. En realidad todos los domingos. Ese clamor me enamoró de México. Con ese ánimo hay que arrancar una tarde de toros, te dices. Luego, con el tiempo, el mismo México, apenas acababa el paseo me fue desenamorando. Nada definitivo supongo, pero pongo la tele, suenan los clarines y sigue igual, mal. No es ese el México que me contaron ni el que necesitamos. Tampoco le dan el cuido que merece México.
De tal manera que no he conseguido evitar que la recalcitrante y perniciosa realidad destroce un buen recuerdo. Otro sonido de los que me pellizcan es el cambio floreado en mi Valencia cuando se barrunta una gran faena. Sonaba o debía sonar sólo en los momentos excepcionales. Luego a base de prodigarlo y equivocarse, ese floreo del trompeta ha perdido valor. Una pena. Sonidos hermosos de juventud son las notas del Gato Montés en las calles de mi pueblo camino de la plaza de toros, donde los torerillos que a mí me parecían entonces dioses triunfaban a golpe cantado, sí o sí porque en ello iba el honor del pueblo. Y el que dice el Gato Montés dice el Pan y Toros, aunque donde de verdad emociona el Pan y Toros es en el paseíllo de Valencia, es un a modo de ¡Señores, no va más! A sus compases echa a rodar la ruleta de la suerte, ya no hay marcha atrás, ya estás obligado a arrimarte por mucho que algunos sean más proclives que otros a olvidarlo.
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Sonidos que pellizcan el corazón
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